PESPUNTES
DE RECUERDOS
La
sastrería gozaba de una salud espiritual insólita que hasta los
ovillos entendieron; padre animaba al tedio con cada viñeta de vida,
de esa vida de humor gastado propio solo de él, que, con tanta
espontaneidad y refresco de sabiduría, se humedecía en los labios
abiertos de la veintena de costureras amables que deslizaban su
mocedad por aquel hábito de crecer entre hilos y sonreírle al
placer de una convivencia feliz, sin pronósticos de desahucio.
Y
en aquella entretela, aún niños, jugábamos a todo; éramos
hermanos Juanita, Simón y yo, y cada una de las mozuelas que
componían el elenco de artistas de nuestro teatro y cada uno de los
espectadores del mercado que venían a aplaudir y columpiarse en los
tenderetes de los trajes nuevos que se fabricaban a modo de
perfección. Reinábamos un paraíso hecho a nuestro antojo, casi
todo era jugar, cortar telas pequeñas, refunfuñarnos, oír los
di-retes de los mentideros de la concurrencia, oler la plaza a
pescado y frutas, revolotear confundidos con la idea de la felicidad
de niños y volver a la cama soñando con el futuro cierto del día
siguiente.
Un
soplo de ingenio nos rescató a mi hermano Simón y a mí, algunos
años después de haber muerto la niña Juanita, y nos llevó
sorprendidos a otear un horizonte de mar, apenas cruzar el paso de
Corrales en canoa y atravesar campos solitarios, dejándonos caer en
el Seminario de Huelva, un lugar que nunca fue un sueño y se formó
poco a poco en crecida realidad. Fuimos con más ilusión que ropas y
aquello, a primera vista, nos pareció otro paraíso; aquello, tan
grande, pasillos interminables, campo de fútbol, frontones,
compañeros, todo se nos convirtió en un lugar protector, con
garantías para nuestro proyecto de vida, pensado a la manera de
niños de pocos años. Aquella idea fue creciendo y nuestros deseos y
nuestras conformidades y nuestras esperanzas también crecían a la
vez que el cuerpo. Sorprendente desde la primera luz del día hasta
el último toque para el descanso. Aquello se parecía mucho a la
felicidad que nunca habíamos buscado o aquello podría ser la
felicidad que estábamos buscando.
La
formación académica y la formación humana se unían en un
estudiado complot para hacer rosquillas de espiritualidad desde
cualquier actitud, la vida de un internado religioso no podía ser de
otra manera; a donde nosotros fuímos, mi hermano Simón y yo, era el
lugar perfecto para la formación y la educación y era el lugar
perfecto para aprender convivencias, teorías de todo, deporte,
capacidad de reflexión, etc. Era lugar único, privilegiado, lugar
deseado por la inmensa mayoría de los chicos de aquella edad y por
los padres.
Cuanto
de allí obtuve de beneficio real sería interminable rememorarlo
pero se me quedó una especie de conocimiento
estrella, que
ha marcado mi postura y ha creado mi estrategia de vida. Primero he
de referirme a la bondad;
porque el patio nos era bondadoso, porque aquel escondido misterio de
no sé qué dios, era bondadoso; porque allí se estudiaba bondad y
el mundo lo componíamos nosotros mismos a base de la inocencia de la
bondad. Los hombres que nos cuidaban ejercían su bondad en los
pasillos y los profesores traían la bondad a las aulas, el primer
paso estaba conseguido con este imprescindible valor, medio aprendido
medio inyectado en los genes.
Pero eran muchas las estaciones
por recorrer y larga la travesía. Aquello se me convirtió, de
inicio, en una enorme caja de sorpresas, todo me abstraía del mundo
conocido, todo me era nuevo, genial y sorprendente, cada partícula
se me clavaba en los ojos y se me difundía por esa noble verdad que
un niño busca en cada tiempo. En mis estrellas, puestas ahora en lo
más digno del pensamiento, están los compañeros; la ilimitada
facultad de nosotros para hacernos entender y querer, éramos un
universo disimulado porque se resumía en una sola generación. No
importaban los cursos, los mayores trataban a los menores con respeto
y los menores trataban a los mayores con admiración. Con tales
premisas el mundo aquel, cubierto de internamiento, era más palacio
que encierro, era muy poco cruel, más ventana que puerta; era,
ciertamente cónclave de estancia pero obtenido del compromiso de
bienestar que cada uno ponía a la convivencia.
El conocimiento adquirido ha
servido de todo, como un disco duro de eterna permanencia; los
modales y formas se configuraban estudiadas hasta para sonar mocos;
era imprescindible saber sentarse, saber dormir, saber usar los
cubiertos en la mesa, saber guardar silencio y saber hablar; todo lo
módico tenía una importancia extrema y todo lo entendido en el
mejor orden de la educación tenía pre-valencia en la enseñanza.
Quizá, ahora que hacemos
memoria viva de todo lo guardado, cada misticismo y cada minúscula
parte de todo lo experimentado, está impreso en la genética y ha
sido factor decisivo en el comportamiento posterior; en todas las
facetas, en todas las gamas de momentos que sucedieron a los
principios del seminario, he tenido ocasión de actuar con la
ejemplarizante referencia que aquellos hombres dejaran en mi estado.
Soy un claro producto de una educación religiosa pero abierta,
mística pero comprensiva, tenaz pero satisfactoria. Soy un clamor
dentro de mí que me inclina constantemente a producir en métodos la
excelencia aprendida. Y aunque no siempre se consiga, ahí estamos en
continua instauración de la verdad, quizá con muchas dudas pero con
mucha libertad para tenerla.
Es mi visión genérica sobre
un tiempo de mi vida que me valió la formación de la otra vida;
existe en mí un alto grado de buena voluntad porque me deslizaron
por el alma un elevadísimo grado de verdad.
Ramón Llanes Domínguez.
Enero 2014.