EN MEMORIA
DE MI AMIGO CARLOS CAÑADA
Desconozco
quien desordena la vida y quien le pone prisas al dolor; desconozco
mis limitaciones para evitar las heridas, el sufrimiento, las
lágrimas y los desconsuelos y hasta desconozco cuándo se abren
estas puertas amargas de la eternidad. Mi amigo Carlos Cañada con
quien he compartido carcajadas y vivencias, dejó de respirar esta
noche y se fue con la dignidad que eligen los buenos: despidiéndose
de su hijo y quemando su último hálito con una voz serena y
honorable.
Todos
quienes le hemos conocido lamentaremos esta pérdida porque Carlos
era nuestro, y estaba sembrado, desde hace una inmensidad de tiempo,
en el jardín de las piedras de la tierra a la que amaba, de su
querido Tharsis. Todos somos parte de su sueño de hombre exquisito y
de su realidad de ser humano a recordar siempre. Tenía ya los
ochenta y nueve pero aún barajaba ilusiones y se aferraba a su alta
materia de huesos que le sostenía erguido.
Y
aún, con la genialidad de un sabio, cuidaba con la amistad los
placeres que le pedían el alma. ¡Qué practicante de las
motivaciones, los estímulos y la lealtad!, ¡qué hombre tan
especialmente honesto!.
No
deja huérfanos solo a sus hijos, deja orfandad en un pueblo entero,
en las cortas profundas, en los roquedos, en las tardes de estío y
en los ojos tristes de quienes le amamos. ¡Ay, si pudiera saber que
le hemos puesto llanto a la noche, por su muerte!, ¡ay, si
comprendiera ahora nuestro epitafio eterno de respeto!. Se durmió
pero está despierto en nuestra memoria con todo su grandeza.
Gracias, amigo Carlos, por haber existido.
Ramón
Llanes 18.6.14.
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