LUCIMIENTO
Presidía la tarde una
febril bocanada de primavera y se esperaba de la sombra ese tiento de
frescor que evita el sofoco; las mujeres andaban ya en su trajín de
vestimenta, acaso no se extraviara a última hora la copiosa merced
de joyas amparadas entre pecho y cuidados, -haciendo deber de regla y
costumbre en cada momento de esta solemnidad- o acaso la primera
mueca no saliera de la sonrisa con su adorno escogido de
complacencia, en ello andaban las mujeres solícitas a compartir tan
excelso premio con su parte de vecinos y dejarlo en el recaudo justo
para la historia. Las mujeres aquí prestigian a la propia historia,
con todos sus vuelos de barroco, con sus cuentas de deseos, sus
aterciopelados rostros y con su estampa de plisados adormecidos que
se sacan a lucirse por este día y más.
Los hombres compendian
la fastuosidad añadiendo tonos al cortejo, la Mayordomía se hace
grande en la casa y se alarga en la calle, al calor de quienes se le
asoma para animarle el trance, que ya de por sí lleva estímulos
expresos, le incita a la fiesta y se juntan a la devoción que
desprende la comitiva. Es un sueño de colores pero también es una
filosofía completa como génesis del orden que antepasados dejaran
en la más íntima entraña de cada cual cerreño que a esta
consideración se adjunte. He visto dioses humanos cubriendo con
lealtad esta parsimonia de estética, desde donde todo estaba en su
sitio, con la misma responsabilidad y el mismo compromiso de antaño;
la admiración por esta fórmula de grandeza se me quedó corta.
Ya era todo lucimiento,
los colores de la tarde habían puesto aún más majestad a las
esquinas, la plaza del cristo retumbaba armonía y cierto halo de
misterio, los mayordomos lucían galas eternas y lucían también
prestancia, eran los protagonistas que los ciclos devocionales ponían
en el esplendor de los sitios de El Cerro, todo conjugado, todo
vestido, todo nuevo y todo antiguo, todo animado desde la actividad
de los seres que ardían en sentimientos. Los Mayordomos enseñaban
una felicidad inusual, nunca sentida, nunca presentada, era una
felicidad diseñada ese mismo día para consumirla toda en ese mismo
trance de sus vidas. Y lucieron sus sonrisas, su paz, su complicidad
con su pueblo, su identidad con las consignas del santo y de quienes
custodian terciopelos y tesoros, todo un conjunto de rebeldes contra
la pasividad, compromisarios del tiempo, luciendo dignidad por los
costados del mundo, desde un ápice aquí a un horizonte allá, todo
perfecto en la coordinación, en el trato, en el afecto. Lucieron los
Mayordomos sus armónicas claves de existencia y así cumplieron el
rito pero lucieron principalmente el alma, con gallardía, humildad y
orgullo. Fue el tiempo de una tradición cuidadosamente conservada y
mimosamente engrandecida, como para enmarcar en el mejor lugar de la
memoria.
Ramón Llanes. dedicado a los Mayordomos de San Benito en El Cerro
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