El
cansancio y sus limitaciones
A
propósito de la excursión
de siempre con el niño Daniel.
A
mitad de la cuesta asoma siempre el primer síntoma de cansancio y la
meta parece infinita; arrecia el aire, las piernas son de trigo, la
mar no se otea, el niño ha perdido su esperanza y se sienta sin
mirar las retamas que punzan a todas partes su amarillo. Pero el niño
dijo, ¡vámonos! antes que todos los demás, o mejor, cuando aún
los demás seguíamos cansados como viejos.
Quedan
diez pasos, apenas unos riscos que sortear, los brezos que se saltan
sin esfuerzo y un jaral tintineando su humildad en la solana. El niño
juega a subir y corre más que el viento, los hombres -nosotros, por
más señas-, solo nos preocupamos de respirar creyendo que la
supervivencia es menos que eso. Nadie habla de abrir la mochila,
nadie sabe definir ese regio horizonte que estábamos buscando y que
por fin se nos disuelve delante de los ojos, nadie habla, todos
descansamos excepto el valiente niño que apenas llega a alcanzar los
cuatro años.
Ya
en la cima deseada, con el cansancio dormido y la piel abyecta y
estirada, la mirada es nuestra gloria. Allí están los campos rojos,
las montañas grises; allá se esconden las migajas de tiempo, los
sobresaltos y la libertad. En eso pensábamos hasta que el niño
gritó que tenía hambre y recurrimos a la mochila, disfrutando de un
lugar un poco más cerca del infinito de cuantos nosotros ocupamos a
diario.
El
cansancio limitó nuestras fuerzas, nos agujereó los músculos, nos
irritó la sangre y nos apresó el estímulo pero nos parió un
paisaje que siempre habíamos soñado.
RAMÓN
LLANES. 25.11.12.
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