LA
MUJER DEL CHAL CELESTE.
Corrían
otros tiempos. Y no volveremos a insistir en que cualquier tiempo
pasado fue mejor porque nunca estuvimos convencidos de ello; más
bien nos acercamos a lo contrario. Pero es la vida y sobran siempre
razones para apuntarse a una u otra opción.
-Ya
ves, hoy ni me ha mirado; ayer me quería con locura, mañana, ni se
sabe. Tiene esa facultad especial de olvidar las cosas y el amor, de
perderse a sí misma y de encontrar a quien no desea. Tiene ese don
de no comprender donde empieza el mal y termina el bien; lanza su
sonrisa en tono seductor y hasta las estrellas le advierten su
importancia. Así conforta o castiga, según le venga en gana.
A
las seis de la mañana, en pleno anuncio del calor, descendió de
cualquier vehículo con los ojos manchados de noche y la boca oliendo
a besos, apartó las manos del chal celeste para dejarlo en el
asiento de atrás, acarició sin mucha atención la cara juvenil de
su acompañante y subió a la acera haciendo sonar los tacones y
tarareando la canción del sueño. Al abrir la puerta de la casa oyó
un susurro de viento en el salón y observó que una luz medio
dormida dejaba huellas de claridad en la estancia. Un hombre la
esperaba en silencio mirando fijamente el ventilador del techo,
intentando no disimular que llevaba más de dos días en aquella
espera, temiendo que nunca llegara. Los dos se estremecieron. Sin
ocuparse de los tacones ni del chal celeste se besaron odiando las
palabras, dejándose ambos las marcas del deseo.
-Apenas
sabe mi nombre ni donde vivo; ella es así, tiernamente
desconcertante, imaginariamente despistada, pero conoce bien los
lunares de mi espalda, los besos que me gustan, la forma de
acariciarme; qué me importa lo demás.
-Hemos
llegado, esta será tu casa durante los dos próximos meses. Las
ventanas no miran al mar y desde ellas nunca podrás ver un atardecer
pero te aseguro que estudiarás a pleno placer esas oposiciones. Te
deseo que seas feliz en este hogar, de ti también depende.
El
chal celeste había caído junto a las zapatillas y todo allí se
consolaba con la profundidad de los sueños. Hacía calor y la
primera en despertar, ella, preciosa a pesar de la apariencia del
descanso, descorrió las cortinas al tiempo que en la ventana de
enfrente una chica joven y morena permanecía fijamente observadora.
Un gesto de saludo fue el único medio de entenderse a través de los
cristales cerrados.
-¡Marga,
Marga¡.
El
hombre de la noche anterior acababa de entrar en el mundo de los
vivos y la casa era un desierto; Marga se había trenzado su chal
celeste al cuello fino e instantes después desapareció dejando solo
la reminiscencia de una noche de amor y media colilla de tabaco rubio
aún semiencendida en el cenicero del comedor. El carmín grabado en
la taza de café y la cerradura sin echar. Era su casa y era su
hombre pero era ella antes que nadie. Y olvidaría los besos y los
ojos grandes de Pedro y la misteriosa manera de hacerse el amor y a
la chica de la ventana; solo recordaría que corrían otros tiempos y
que sus cosas siempre permanecían en ella, nunca sus sentimientos.
Y
treinta años después aún colgaba de su lindo cuello su amado chal
celeste.
Ramón
Llanes.
2-8-02.
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