Desde el alto “El bugo”
En los amaneceres están las sombras vistiendo las casas, el sol va disimulando su presencia y solo en la lejanía se ven los claros que empiezan a pronosticar un día generoso. Los instantes son espejillos que se asustan de la velocidad de las luces, sigue amaneciendo con la pron- titud de los días, se huelen las leñas, se oyen los pájaros y empieza la vida a ser vida y las calles van tomando un color de naranja y los pasos se sienten en las paredes y se cimbrea la ropa con el primer hilillo de viento.
Cuando la luz alcanza su corona alta han desaparecido las sombras largas y ahora son tímidas y dadas a esconderse; los calores aprietan los remos, los animales se socorren de los agobios, la plaza se vacía y el silencio se acaba intencionadamente. Es otra vida, la iglesia en la promi- nencia del paisaje, la calle Larga hacia abajo, la Serpa endiosada en su mundo de ajetreo y la Cebadilla recibiendo transeúntes. La inquietud se palpa en los niños y la complejidad de los ratos que componen abril se suman de deseos, generan complicidades con potros y solo hay un pen- samiento unívoco y una única conversación que impone el tiempo: el gabacho, la gabacha, las mulas, la jamuga, los nervios, la Hermandad, la caballería, las devociones, las lágrimas; de todo eso se compone el festín de La Puebla.
Alguien se ha parado en el zaguán, -arriba-, en la entrada de esta cer- emonia; se ha quedado absorto contemplando una especial manera de vivir, a compás de los ritos de siempre, con la misma liturgia, con idén- tico credo; y lo hace desde siglos y se embelesa y se cambia las nostal- gias y vuelve a marcharse, hasta la próxima primavera. Desde el alto "El Bugo", ese alguien contempla la vida y la vive, se inyecta cánticos, se emborracha, suda complacencia y se pierde por los campos, sin una pizca de olvido.
Ramón Llanes
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