EL CICLISTA AMANTE
Les
resultó imposible buscar horario para verse. Era verano. Las mujeres gustan del
ajetreo de la calle, de la música del sopor, se encierran bajo la abrazadera de
las sombras mientras andan y andan sin excusas ni convencimiento, solo para
desentumecer el ideario de vida. En la terraza soñaba una bicicleta paseos de
estío por el asfalto ardiente; de aquel hombre, su dueño, solicitaba planear la
ciudad, desengrasar piñones y aprender albedríos. La miró y comprendió su
perfecta coartada.
Al
puro estilo de un ciclista profesional se enfundó el traje verde pistacho tan
ajustado al cuerpo como la piel, los guantes, las gafas, el casco, el agua fría
para mejorar el disimulo, la hora impropia. En tal guisa desapareció de casa
oyendo de fondo los consejos inútiles de la esposa que le aguardaría en el
salón, dormida con la novela de turno, hasta que los músculos deseantes
trajeran la dureza sana que requieren estos estímulos. El ciclista dejó los
frenos libres y, a más velocidad que otras veces, voló al nido del quinto piso
donde la novia amante esperaba sus caricias del tiempo.
Corto
trayecto para tanto protocolo, -pensó al pulsar el número que le llevaría al
descansillo de sus amores-. Antes de tocar el timbre la puerta se abrió sin el
más mínimo crujido de imprudencia. El ciclista presentó su credencial de ruta,
la mujer le miró entre carcajadas de sorpresa y le recibió con un amoroso,
“pasa Induráin”.
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