LA INSOLENCIA DEL OLVIDO
Habíamos olvidado las formas de
escribir y los acentos; los números primos y la costumbre de lavarnos las manos
antes de comer se olvidaron al poco de aprenderlos; la melancolía de una tarde
de lluvia ha dejado de tener vigencia en la memoria. Recordemos, sí, los
nombres de los miserables que insertan discordia en la mediación de vivir o
recordemos el pacto de agresión de quienes les sacan partido al odio o
recordemos que la muerte en África es una lotería; recordemos todo eso, que es
ignominia y fracaso, que no duele ni enriquece.
En el tránsito no estaba prevista la
amalgama de tonos oscuros del amanecer, la noche antes se había pintado para
forjas de claridades y sucumbieron los sueños de quienes querían saltar vallas
de esperanza y fueron agua de olvido. Se ahogó la vida, con ella el respeto,
con ellos la vergüenza. Y es proceder en una iglesia oficial, de la religión
que defiende la existencia, hablar de dios como redentor de males y salvador de
causas perdidas y comulgar con la fe y marcharse en paz a los rediles. No dolió
la muerte, ya era olvido, insolente olvido incapaz de formar filas de rebeldes
para salvar algo, acaso una respiración.
Por qué se entristece este tiempo de
ventanas cerradas y ni una luz se cuela por la rendija del proyecto; por qué
las rosas ni son rosas ni huelen a dos días después, por qué el adiós a las
memorias para bien de los olvidos. Y la injusticia, por qué; y los abusos, por
qué; y esta constante dolencia de tripas de tanto desencanto, por qué. Maldito
olvido que nos enfila a oscuras conciencias y laxa verdad. Todo esto no era
preciso para vivir.
Ramón Llanes