Han soltado a los presos, el patio huele a refugio, las
esperanzas son siempre condicionales y los guardias se reservan los más atinados
disparos para las suertes del verdugo, sigue desapareciendo la verdad en las
pulsaciones, enmudecen los carceleros ante la sonrisa colectiva porque alguien
contó su primera aventura con los besos; sucede que el electro no detectaba la
agonía y sobraba orina en el tarro del miedo, los presos no lloran al amanecer,
se hacen fuertes con el dolor, nunca se desvanecen por pensar en la condena, se
preservan de la sociedad ocupando el tiempo en los recuerdos y pasan la vida sin
prisas.
Aquel mandamás norcoreano ha tendido su
penúltima trampa a su forma de dictar sus leyes, obliga a cambiarse el nombre a
todos cuantos súbditos lleven el suyo, en adelante nadie podrá llamarse Kim
Jong-il, -que es como llamarse García en España- porque distorsiona la esencia
divina del dictador y eso malgasta su identidad. Una legión de presos con este
nombre hace cola en el registro para cumplir la orden, se descubren más de los
nominados, se desnutren en la espera pero es imprescindible quitarse el nombre o
la vida.
El palacio del magnate ocupa el lugar más alto
del horizonte de la colina, las treinta habitaciones miran al sur, los aldeanos
prestigian la estancia en el servicio y solo aparece la soberbia a la hora del
almuerzo como significando la presunción del poder. Presos del deshonor figuran
los mayordomos y las nodrizas, se desvelan por la sonoridad de los aposentos,
combinan su verdad entre sus gustos por la reverencia y nunca se sentirán
felices del todo porque el amo perseguirá con el látigo del desafecto cada
micción a escondidas, cada beso oculto, cada sonrisa, y destronará de aquel
malestar a quienes desobedezcan por insolencia, olviden apagar la luz de la
cocina, descuiden el orden en la cubertería o aprendan a soñar con otros
asuntos. Sucede que las soledades tiemblan en el sótano y se percibe un jadeo
intermitente en los armarios, el declive de los ropajes se hace nombrar para ser
también desatendido. Tampoco hay lugar para la rebeldía.
En la acera de la calle que conduce al parque
suena el último enjambre en la copa de la acacia y las abejas zumban noticias
apenas perceptibles por los humanos y perfectamente entendidas por los presos;
algo desaborido ocurre y mucho cálido se desparrama por el hilo acomodado de
esta ocupación vertebral de la vida en raciones de vehemencia, poca holgura
tienen los cerebros que criban encantos y demuelen afectos.
Ramón Llanes en digitalextremadura.com. 11.12.2014
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