EL CICLISTA AMANTE
Les resultó imposible
buscar horario para verse. Era verano. Las mujeres gustan del ajetreo
de la calle, de la música del sopor, se encierran bajo la abrazadera
de las sombras mientras andan y andan sin excusas ni convencimiento,
solo para desentumecer el ideario de vida. En la terraza soñaba una
bicicleta paseos de estío por el asfalto ardiente; de aquel hombre,
su dueño, solicitaba planear la ciudad, desengrasar piñones y
aprender albedríos. La miró y comprendió su perfecta coartada.
Al puro estilo de un
ciclista profesional se enfundó el traje verde pistacho tan ajustado
al cuerpo como la piel, los guantes, las gafas, el casco, el agua
fría para mejorar el disimulo, la hora impropia. En tal guisa
desapareció de casa oyendo de fondo los consejos inútiles de la
esposa que le aguardaría en el salón, dormida con la novela de
turno, hasta que los músculos deseantes trajeran la dureza sana que
requieren estos estímulos. El ciclista dejó los frenos libres y, a
más velocidad que otras veces, voló al nido del quinto piso donde
la novia amante esperaba sus caricias del tiempo.
Corto trayecto para
tanto protocolo, pensó al pulsar el número que le llevaría al
descansillo de sus amores. Antes de tocar el timbre la puerta se
abrió sin el más mínimo crujido de imprudencia. El ciclista
presentó su credencial de ruta, la mujer le miró entre carcajadas
de sorpresa y le recibió con un amoroso, “pasa Induráin”.
R.Llanes. 14-10-06.
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