RESPUESTAS
Ha
venido el emisario a traer la encuesta, a preguntar por la vida, a ocuparse de
nosotros, a llevarse una respuesta en el cuaderno para sus apuntes. Ha querido
preguntar por el timbre roto, por la pared caída, por el silencio, y nadie ha
consentido emitir una respuesta. Preguntó por las horas de descanso, por los
hijos que están inscritos en el libro de familia, por la estufa apagada, por el
tendedero, y callaron los asistentes como si se tratara de una trampa contra
ellos. Quiso preguntar por el salario de cada mes, por la hipoteca vencida, por
los papeles del coche, por la ansiedad de los niños, por el desorden en la
casa, por la limpieza de los cristales, por la religión que profesan, por los
ídolos que tienen, por los sueños despiertos de cada día, y no fue capaz de
hacerlo. Preguntó por la trivialidad en forma de test: la dieta mediterránea,
la marca del reloj, los años de la abuela, el número favorito, la hora del
almuerzo, y cada cual respondió al intruso con las mismas premisas de la encuesta:
que de dónde venía, que para quién, que por qué, que cuándo, que su nombre, que
su cargo, que su filiación deportiva.
El emisario era un hombre pequeño que
nunca tuvo inquietudes ni aspiró a puesto de responsabilidad, hacía su trabajo,
se montaba en su motocicleta, visitaba a su madre todos los días, llevaba
afecto al hogar y se bebía de un sorbo la programación nocturna de la tele. No
pensaba en ascender ni en tener más hijos ni en buscar una amante ni en
escribir un poema, se limitaba a obedecer, sin preguntas y sin respuestas.
Todos los osados sin respuestas se
asoman antes a la argucia para comprender mejor por qué se les tiene en cuenta
para conocerlos; todos saben que cuando les preguntan les ofenden, que si
responden se desnudan, que si se callan aciertan. Hartos de estar hartos, de
furias, de anuncios, de voces, de acosos, hartos de la cosa pública, del amén
privado, de la asistencia y del recelo, hartos de sí mismos, los hombres sin
respuestas son la asamblea tácita, la mayoría.
Ramón Llanes.
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