RAMÓN LLANES

BLOG DE ARTE Y LITERATURA

domingo, 18 de diciembre de 2022

LA ENFERMERA PACIENTE

 

LA ENFERMERA PACIENTE

 

           Aquella mañana de reyes fue muy especial. Todo estaba precioso en el salón, los Reyes en mi casa siempre cuidaban mucho esos detalles. Mi regalo desprendía ilusión y es que, en ese paquete estaban contenidos todos mis sueños, aunque yo aún no lo sabía. Con toda la inocencia de una niña de 3 años desgarré el papel sin quebrar el deseo, y allí estaba.

No puedo explicar lo que sentí en ese momento porque mi corta edad hizo que se esfumara ese sentimiento pero intuyo que fue algo grande. Con mucho cuidado conseguí separar mi preciado regalo de la caja que lo contenía. Abracé mi nueva muñeca, mi muñeca; no era una muñeca cualquiera, era especial porque estaba enferma, aquella muñeca estaba llena de “pupitas” que le daban el nombre.

Un lindo maletín presentaba los “utensilios” con los que tanto soñaba: una jeringa virgen aunque desprovista de su envoltorio, varios paquetes de gasas que encerraban con recelo su esterilidad, un termómetro cuyo plástico hacía de mercurio, algunos botes de alcohol y antisépticos cuidadosamente dispuestos y el fonendoscopio, que regentaba el maletín con majestuosidad. Era azul con las olivas naranjas, flexible, suave y desprendía ese olor a nuevo tan característico de un juguete por estrenar. No me hizo falta seguir abriendo regalos esa mañana de Reyes. Estaba satisfecha, sólo podía pensar en lo bien que había debido portarme para merecer aquel preciado presente. Era inmensamente feliz, quizás de forma desproporcionada por el motivo que rodeaba mi dicha, pero es que en mi interior ya se adivinaba la vocación que marcaría mi vida para siempre.

Mi madre no podía desdibujar la sonrisa de sus labios, le entusiasmaba la alegría con la que jugaba con mi muñeca. Con toda la satisfacción que contenía, me incitó a curar a mi muñeca. “Sara, cariño -me dijo-  cúrala, ya tienes todo lo necesario”. Y del subconsciente de ese yo de 3 años emergió una frase que hacía presagiar el mañana que llegó con el transcurso de los años: “No quiero curarla mamá, quiero CUIDARLA”. Desde esa edad tenía ya claro mi objetivo en la vida, quería cuidar, necesitaba cuidar y con el tiempo aprendí que todo eso me lo daría la enfermería.

 

      Despertó en mi una vocación antes desconocida y esa vocación me llevó a luchar por conseguir estudiar la carrera de mis sueños. En un primer intento no fue posible, y fue triste, muy triste porque pensaba que no conseguiría mi objetivo. Pero la constancia, la lucha y el empeño disfrazaron la tristeza de alegría  y me regalaron la oportunidad de respirar la enfermería. Con esa inyección de optimismo viví aquel intenso verano. Deseaba que los días de playa terminaran, que las noches en las terrazas con los amigos se pospusieran, deseaba intensamente volver a la rutina del estudio y es que, después de ese estío comenzaría una nueva etapa, mi etapa.

Y llegó el ansiado septiembre cuando me encontré con él. Un antiguo amigo arrinconado en mi memoria, apareció. No hizo falta más, sólo nos miramos y ya sabíamos que estaríamos juntos el resto de nuestras vidas. Aquella conversación de no más de 5 minutos,  reveló que compartíamos pasión y empezamos juntos nuestra carrera del cuidar.

 

      Fueron aquellos maravillosos años en los que, mientas nos despertaban la sensibilidad, nos potenciaban la delicadeza y  nos enseñaban a repartir amor en una facultad de ensueño, nosotros jugábamos a besarnos entre clases, a cogernos de la mano y a mirarnos entre los libros. Muchas horas de estudio juntos, muchas sonrisas entremezcladas con la pasión y mucha compenetración, fue forjando nuestra relación.

Recuerdo que una profesora en una ocasión nos dijo: “Los hombres enfermeros son especialmente sensibles. Toda mujer querría tener a un enfermero en su vida”, bueno pues yo conseguí a uno de ellos, yo me quedé con el mejor.

 

      El tiempo avanzaba acrecentando nuestro amor. Lo compartíamos todo, éramos felices juntos, podíamos ser uno hasta en el lugar de trabajo. Sabíamos la suerte que teníamos de entendernos tan bien, de poder llorar juntos cuando moría algún paciente, de sufrir acurrucados cuando el diagnóstico se volvía caprichoso o de susurrarnos las palabras de aliento necesarias para alentar a alguien en apuros. Lo teníamos todo, éramos dos en un solo enfermero, una unidad perfecta para cuidar.

El bulevar de la vida nos llevó a compartir algo más que la pasión. Comenzamos una vida juntos, formalizamos el amor y fruto de ello empezó a surgir vida en mi interior. Fue entonces cuando, a pesar de la inmensa alegría que me inundaba me convertí en paciente. Nunca antes había sentido algo igual. No fui paciente de aquel médico que me recetaba las medicinas necesarias, fui paciente de los enfermeros. Desde mi cama de hospital observaba cada movimiento, cada palabra, cada gesto; eran reales y estaban allí para cuidarme, era yo la que necesitaba de ellos y estaba feliz dentro de mi tristeza, tenía la oportunidad de corregir mis propios errores profesionales desde aquella cama. Esperaba un “buenos días” alegre, un apretón de manos a la hora del baño o una sonrisa al traerme la cena. Esperaba delicadeza al hacerme una gasometría, dulzura al prohibirme levantarme de la cama y compasión al terminar el turno. ¡Aprendí tanto en tan poco!. Con sólo 10 días de internamiento, llegué a conocer a todos y cada uno de los enfermeros que me atendían, llegué a averiguar las malas noches de algunos, las alegrías de otros, los enfados entre ellos, las tristezas, las ilusiones, y eso no me gustó. En aquel momento yo no podía dejar de pensar que era paciente y que como tal mis cuidados no tenían por qué verse afectados por las circunstancias personales de mis enfermeros. Mi examen de conciencia me llevó a determinar que esa conducta había que erradicarla. Tendría que esforzarme en adelante por mostrar siempre mi “cara buena” a pesar de mis males, de mis penas, de mis agonías; el paciente tiene sus preocupaciones y yo no debía fomentarlas con las mías.

Llegó el ansiado día en el que pude volver a casa. Un simple pinchazo diario bastaba para seguir adelante con la vida que llevaba en mi interior. Mi hijo David nació entre heparina y dolores de espalda, pero nació y por ello yo era feliz. Me volví paciente otra vez entre matronas y visita fugaz a la planta de maternidad. No me gustaron los cuidados aunque tampoco necesitaba muchos, aquellas enfermeras se llevaban a tu hijo, recién nacido, sin empatizar con aquella madre que anhelaba su regreso, las primeras noches de lactancia materna tan duras y con tan poco apoyo; no podía disfrutar de la experiencia tan bonita que estaba viviendo porque iba registrando en mi memoria cada detalle a cambiar de mi actitud como profesional.

 

           Llegué a casa cargada de ilusión, me abrieron la puerta de tan anhelada morada y tuvieron que ayudarme a entrar porque no cabía en mi. Estaba feliz, comenzábamos en ese mismo momento a vivir como una familia.

Pasaron los días entre pañales, llantos y lactancia pero algo en mi interior no me permitía disfrutar. Llegó el día en que los dolores que me acontecían no me dejaban mantener en brazos a mi hijo, la hora del baño se convirtió en un suplicio, el alimentar a mi pequeño no entendía de posturas, vaciar la minicuna era utópico para mi. Entonces tuve que volver a ser paciente, esta vez de los fisioterapeutas. Era un profesión desconocida para mí así que puse mi empeño, mis pocas fuerzas y mis disminuidas ganas en conocerles, en saber de sus competencias, en estudiar sus cuidados, en valorar sus actitudes. Y lo conseguí. En aquellos momentos yo no conocía mis lesiones, sólo el dolor recorría mi espalda. Necesitaba cuidados, me ayudaban a subirme en la camilla con dulzura, me incitaban a mantener la postura con palabras de aliento, me hacían soportar el dolor con piropos. Fue así como me di cuenta que la labor de aquellos profesionales se asemejaba a la mía como enfermera. También en ellos eran importantes unas manos cuidadosas, una actitud cariñosa y unas palabras medidas para cada ocasión. Quedé fascinada por su mundo que a la vez lo sentía tan mío. Dentro de mi agonía fue maravillosa la experiencia vivida con los compañeros fisioterapeutas. Entonces ocurrió. Me preparaba para aquellos masajes que sólo acariciaban mi alma, cuando fui a despedirme de mi pequeño que disfrutaba de la hora de su baño. Su chapoteo inundó la habitación de agua y risas pero después de un gran beso que dejé dibujado en su mejilla, mi alegría se transformó en llanto. El agua me deslizó hasta una superficie que se volvió cruenta y sentí cómo se quebraba mi interior. Nada me hizo imaginar que aquel beso debutó como despedida, que aquella mañana le di el pecho por última vez a mi hijo y aquella sonrisa que me regalaba estaría un tiempo sin volver a verla.

Volví a ser paciente de enfermeros. En esta ocasión sólo derramaba lágrimas de pena y dolor, me encontraba de nuevo en una cama de hospital sin intuir incorporarme, destinada a convertirla en mi todo y separada de lo mejor que me había regalado la vida. Ese día era mi cumpleaños. Siempre es especial ese primer cumpleaños que una madre pasa con su hijo y yo no puede deleitarlo. El hospital que tanto me gustaba estaba disfrazado de tristeza, el dolor inundaba mi cuerpo y mi alma esta quebrada por la ausencia de mi hijo. Cada tres horas exactas mis pechos rebosaban amargura haciéndome recordar los maravillosos momentos  de lactancia  vividos durante esos dos meses. Ya no eran tan fáciles los cuidados de enfermería, no existían palabras de consuelo y el idioma del ánimo se había vuelto inexistente. La incertidumbre del diagnóstico prometía sufrimiento y entre pruebas radiológicas los profesionales determinaron que una intervención quirúrgica se antojaba necesaria para mí.

Recuerdo perfectamente las caras de mis enfermeros en aquel hospital, podía adivinar que aún sin conocerme parecían preocupados. Unos me sonreían y otros intentaban ser mi apoyo a modo de desahogo. Aprendí mucho de aquella actitud ya que, supe discernir entre lo que era propicio y lo que no, entre lo que me alentaba y lo que me hundía, y supe como enfermera paciente lo importante que era la presencia del enfermero. También pensaba en cómo mis seres más queridos se iban convirtiendo en enfermeros deseosos de cuidar. Mi madre, siempre a pie de cama involucrada hasta la médula, mis hermanas atentas a cualquier petición, mi padre implicado en que no me faltara de nada, mis suegros, mis cuñados, todos se camuflaban en esa labor del cuidar y la verdad, es que fue admirable la experiencia. También estaba él, mi marido ya impregnado de cuidados que además de sus infinitas atenciones era el que inmortalizaba los momentos que me perdía de mi hijo. Fueron momentos duros, muy duros, pero llegaron a su fin. Se esclarecieron los motivos de mis dolencias, cementaron mi esqueleto para poder volver a caminar, la analgesia se convirtió en  mi aliada, ya era capaz de sonreír y me encontraba con fuerzas hasta para practicar cuidados con mi compañera de habitación.

Aprendí tanto en aquellos días que creo que hoy soy la profesional que soy gracias a ello. Tuve que ser paciente para aprender realmente a ser enfermera y la vida me ha ido devolviendo regalos a modo de agradecimiento por ese buen hacer. En mí queda, que un niño de 6 años al que sólo vi un día cuando roté por pediatría, me anheló hasta el día de su muerte, y en mí queda que su padre emocionado, al cabo de los años, me reconociera con solo verme la cara, se abrazara a mi y me expresara un infinito agradecimiento por las sonrisas que le dediqué a su hijo en sólo un día de trabajo. En mí quedan momentos de intimidad y confesiones con  mis pacientes de diálisis, en mi quedan esas desapacibles curas con amor infinito a mis enfermos traqueostomizados, en  mi queda el cariño repartido entre la soledad de los abuelos del geriátrico, en mí queda ese empeño por enseñar lo indescifrable a mis alumnos de la facultad, en mí quedan todas esas caricias que repartí entre los recién nacidos en las visitas puerperales y  en mí quedarán todas las palabras y gestos que me esfuerzo por compartir día a día entre los trabajadores durante su reconocimiento médico.

Todo eso que queda en mí me enriquece como enfermera y como persona, inculcándome la energía necesaria para seguir mi senda en ese buen hacer.

Deseo que mi experiencia como paciente sirva como aprendizaje a todos y cada uno de los enfermeros enamorados de su profesión.

Este relato está basado en una historia real, mi historia.

 Gloria Llanes.

 

 

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