UN GODO EN EL
PARAÍSO
Los
godos, - así nos llaman en Canarias- no superamos la dificultad de la distancia
y todo nos parece lejos o imposible hasta que la azafata nos anuncia la
inminente llegada al privilegio de las islas; entonces las piernas comienzan a
perder su estado flácido, se superan del susto de la altura y de la “jindama”
de la velocidad y se hacen a tierra firme en poco rato, quizá animadas por la
premonición de cuantas experiencias vivirán en un lugar nuevo adonde la vida
les deja sin horas para la parsimonia, el sosiego o la quietud. El alma es otra
cosa, ya vino dispuesta a las emociones y se supo feliz desde el encargo del
billete, posee sus resortes espirituales y una voluntad hecha a las arritmias,
a los paisajes y a los encantos con la determinación de un solo pensamiento. En
los mayores se nos restituyen las máximas esencias para distinguir con
perfección lo abúlico de lo sorprendente, maneja sus códigos con la garantía de
la memoria sin necesidad de librar batallas íntimas para la toma de decisiones,
el alma siempre sabe a dónde mirar y de quién fiarse y el alma vieja conoce los
resultados antes de producirse, esa es su grandeza. Y con organizada certeza
era consciente de obtener un arsenal de recuerdos para el cajón de sus
entusiasmos en estas islas y poder rumiarlos a cuerpo de rey en toda la retahíla
de tiempo que quedara en el calendario, que cuando se llega a una edad
indiferente -referida a la despreocupación por lo banal y lo caduco- prima el
culto al futuro sencillamente como herramienta para desmenuzar el pasado con la
solemnidad que este requiere.
El
primer olor fue de Vegueta, fragancia a flores con estética grandiosa de
esterlicia recién reflejada en las aristas grises de las paredes del barrio,
una ocupación de seres amables acentuaba la sensualidad y el aspecto prosaico,
el lumen directo, la actividad no culpada por la prisa y la calidez de cada
contacto nuevo formaban más que el ámbito deseado. El atardecer nos llevó a un
tenderete alto donde las músicas mezclaban sonidos de Isas con melodías de
guitarras y placeres culinarios en una casa medio mesón, medio restaurante, sin
ostentosos signos de lujo pero con tesoros escondidos de gusto y comida del
lugar. Cantó Sergio sus razones de pasión
a la tierra, cantaron los otros que personaron su ideal en expresiones
populares, cantamos todos, los unos de acá, los de allá y los visitantes
curiosos que se agregaban al boncho, y entre copa y risa, entre deliciosa carne
y ambrosía de trato cantó la noche sus despedidas calurosas y fuimos
enganchados por la sutilidad de la melancolía; habíamos descubierto el alma
canaria en su plenitud y nosotros nos habíamos descubierto en esta conjunción
de seres que son buscadores de hilos de vida, de silencios cantados, de
verdades; Y a cada paso la fragancia constante de los guisos autóctonos, el tipismo,
la linda expresión canaria, los soplos tenues del viento, las sensualidades. Y
estar, y comer, y otra vez comer, como si comer y probar aquellos caldos nunca
se acabara; hasta que alguien ordenó
“mandarse a mudar” transcurrieron mil horas de placer ingenuo y de ebriedades
en aquella casa tan abierta a los sentidos del disfrute.
Para
acabar sin premura los andares por aquellas noches benignas y programar con
anfitriones expertos en amistad una visita al entorno panorámico de la isla. En
verdad también recordamos curvas y acantilados para suspendernos en las
excelencias del medio, el paisaje agreste y puro, desconocido e impresionante,
el paso por la imagen preciosista de Arucas donde los amigos hablaron de ron,
del patrimonio catedralicio, de la historia y de los encantos; hicimos ruta de
pasar y de vivir, el Teror artesano, la bienmesabe Tejeda y la indomable
presencia del Roque Nublo con sus leyendas a las espaldas y sus menesteres
cotidianos. ¡Cuánta delicia encerrada!, ¡qué diseño de naturaleza!.
Nos
llevó la aventura al Puerto de las Nieves en Agaete para cruzar las aguas hacia
Tenerife en una mañana intensa de luz y ambiciones, hicimos la travesía con un
viento ábrego, nos recibió la lisura armónica de un lugar magnánimo y nos
recibieron también Manuel Ángel y Facundo, -uno godo y otro guanche- hombres de
lírica en las venas capaces de enseñar de las cosas el anverso y el reverso.
Todo no lo podemos recordar pero que la respiración se entrecortaba en cada
repecho, que la sustancia emocional
crecía por minutos, que no supimos sentirnos desconocidos por tanto
halago, que el paisaje llenó aún más el cuarto de las bellezas, eso está
inscrito en la delantera de la memoria con letras amorosas y jamás se
escaparán.
No
es posible hacer singladuras dejando en casa la nostalgia. Llegar a Tenerife
era un viejo deseo convertido en realidad en ese marzo deseante inventado para
nosotros con una definida magia. El Teide permanecía majestuoso, más sereno que
en las postales, y caminamos del Puerto de la Cruz a La Laguna con una sonora
vuelta admirativa por la Sabanda con el tarareo de las Isas; con la misión de
recorrer esta parte del paraíso en una sola jornada y con el propósito
desorbitado de no pocas sensaciones incurables volamos a los sitios hasta
acabar tesos y yeyos como niños en una feria. Hartura de nada en las sienes
cuando nos acercó la vida a contemplar desde el promontorio más alto el Valle
de la Orotava, de allí nos pareció divisar todos los mares y empequeñecer todas
las tierras, de allí surgieron los estigmas para la grabación definitiva de los
recuerdos.
Aún
somos los viejos testigos de aquella lindísima aventura por Canarias, estamos
en perfecta cualidad mental y física para transmitir a quienes lo prefieran
estas notas de autor con sobrecogimiento y corazón; tuvo sus consecuencias el
viaje para fortalecer el sentido estético del paisaje y de las cosas,
aprendimos a reflejar la belleza en nuestras retinas y aprendimos a vernos
reflejados en la naturaleza como seres inmersos en sus rasgos.
La
última sorpresa vino sobrecargada de gusto, los sentimentales cicerones, a
sabiendas de ofrecernos deidades humanas, nos sanaron el cansancio con una cena
para privilegiados en un espacio grato. Se encuentra El Tablón de la Canela -al
menos allí estaba- en La Caridad, Tacoronte, mismo en las cercanías de aquella
vida; un lugar dedicado al buen yantar y mejor beber, allí nos hicieron al
placer de la gastronomía canaria con sus sabrosos paladares en vinos y en
exquisitas expresiones alimenticias, nos asentaron en el libro de sus honores,
comimos como hombres y brindamos con la delicadeza de las mujeres. Algo así
debe ser la felicidad -pensamos-.
Prestos
a la marcha, aún con el sabor en las entrañas y las risas en la emoción, aquel
señor de etiqueta nos ofreció en una bandeja de plata un libro pequeño, un
diccionario de la Lengua Española, cortesía de la casa para comensales
distinguidos, ¡qué detalle!.
A
lo largo de todo este tiempo el Diccionario ha formado parte de mi herramienta
y al lado izquierdo de mi escritorio permanece intacto y fiel conservando la
importancia de una aventura; nada más usado y con más vigencia pulula por mis
ratos de pensamientos y escritura.
Desconocemos
los recursos que utiliza el cerebro para mantener a su capricho las imágenes y
los momentos que desea destacar y desconocemos si hemos sido nosotros -mi
compañera y yo- los culpables de esta custodia pero es cierto que seguimos
pensando -de aquel viaje a la dulce tierra de Canarias- que nuestros ojos y
nuestro paladar se quedaron allí.
Ramón Llanes
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