RAMÓN LLANES

BLOG DE ARTE Y LITERATURA

martes, 30 de septiembre de 2025

UN GODO EN EL PARAÍSO

 

UN GODO EN EL PARAÍSO

 

           

            Los godos, - así nos llaman en Canarias- no superamos la dificultad de la distancia y todo nos parece lejos o imposible hasta que la azafata nos anuncia la inminente llegada al privilegio de las islas; entonces las piernas comienzan a perder su estado flácido, se superan del susto de la altura y de la “jindama” de la velocidad y se hacen a tierra firme en poco rato, quizá animadas por la premonición de cuantas experiencias vivirán en un lugar nuevo adonde la vida les deja sin horas para la parsimonia, el sosiego o la quietud. El alma es otra cosa, ya vino dispuesta a las emociones y se supo feliz desde el encargo del billete, posee sus resortes espirituales y una voluntad hecha a las arritmias, a los paisajes y a los encantos con la determinación de un solo pensamiento. En los mayores se nos restituyen las máximas esencias para distinguir con perfección lo abúlico de lo sorprendente, maneja sus códigos con la garantía de la memoria sin necesidad de librar batallas íntimas para la toma de decisiones, el alma siempre sabe a dónde mirar y de quién fiarse y el alma vieja conoce los resultados antes de producirse, esa es su grandeza. Y con organizada certeza era consciente de obtener un arsenal de recuerdos para el cajón de sus entusiasmos en estas islas y poder rumiarlos a cuerpo de rey en toda la retahíla de tiempo que quedara en el calendario, que cuando se llega a una edad indiferente -referida a la despreocupación por lo banal y lo caduco- prima el culto al futuro sencillamente como herramienta para desmenuzar el pasado con la solemnidad que este requiere.

            El primer olor fue de Vegueta, fragancia a flores con estética grandiosa de esterlicia recién reflejada en las aristas grises de las paredes del barrio, una ocupación de seres amables acentuaba la sensualidad y el aspecto prosaico, el lumen directo, la actividad no culpada por la prisa y la calidez de cada contacto nuevo formaban más que el ámbito deseado. El atardecer nos llevó a un tenderete alto donde las músicas mezclaban sonidos de Isas con melodías de guitarras y placeres culinarios en una casa medio mesón, medio restaurante, sin ostentosos signos de lujo pero con tesoros escondidos de gusto y comida del lugar. Cantó Sergio sus razones de pasión  a la tierra, cantaron los otros que personaron su ideal en expresiones populares, cantamos todos, los unos de acá, los de allá y los visitantes curiosos que se agregaban al boncho, y entre copa y risa, entre deliciosa carne y ambrosía de trato cantó la noche sus despedidas calurosas y fuimos enganchados por la sutilidad de la melancolía; habíamos descubierto el alma canaria en su plenitud y nosotros nos habíamos descubierto en esta conjunción de seres que son buscadores de hilos de vida, de silencios cantados, de verdades; Y a cada paso la fragancia constante de los guisos autóctonos, el tipismo, la linda expresión canaria, los soplos tenues del viento, las sensualidades. Y estar, y comer, y otra vez comer, como si comer y probar aquellos caldos nunca se acabara;  hasta que alguien ordenó “mandarse a mudar” transcurrieron mil horas de placer ingenuo y de ebriedades en aquella casa tan abierta a los sentidos del disfrute.

            Para acabar sin premura los andares por aquellas noches benignas y programar con anfitriones expertos en amistad una visita al entorno panorámico de la isla. En verdad también recordamos curvas y acantilados para suspendernos en las excelencias del medio, el paisaje agreste y puro, desconocido e impresionante, el paso por la imagen preciosista de Arucas donde los amigos hablaron de ron, del patrimonio catedralicio, de la historia y de los encantos; hicimos ruta de pasar y de vivir, el Teror artesano, la bienmesabe Tejeda y la indomable presencia del Roque Nublo con sus leyendas a las espaldas y sus menesteres cotidianos. ¡Cuánta delicia encerrada!, ¡qué diseño de naturaleza!.

            Nos llevó la aventura al Puerto de las Nieves en Agaete para cruzar las aguas hacia Tenerife en una mañana intensa de luz y ambiciones, hicimos la travesía con un viento ábrego, nos recibió la lisura armónica de un lugar magnánimo y nos recibieron también Manuel Ángel y Facundo, -uno godo y otro guanche- hombres de lírica en las venas capaces de enseñar de las cosas el anverso y el reverso. Todo no lo podemos recordar pero que la respiración se entrecortaba en cada repecho, que la sustancia emocional  crecía por minutos, que no supimos sentirnos desconocidos por tanto halago, que el paisaje llenó aún más el cuarto de las bellezas, eso está inscrito en la delantera de la memoria con letras amorosas y jamás se escaparán.

            No es posible hacer singladuras dejando en casa la nostalgia. Llegar a Tenerife era un viejo deseo convertido en realidad en ese marzo deseante inventado para nosotros con una definida magia. El Teide permanecía majestuoso, más sereno que en las postales, y caminamos del Puerto de la Cruz a La Laguna con una sonora vuelta admirativa por la Sabanda con el tarareo de las Isas; con la misión de recorrer esta parte del paraíso en una sola jornada y con el propósito desorbitado de no pocas sensaciones incurables volamos a los sitios hasta acabar tesos y yeyos como niños en una feria. Hartura de nada en las sienes cuando nos acercó la vida a contemplar desde el promontorio más alto el Valle de la Orotava, de allí nos pareció divisar todos los mares y empequeñecer todas las tierras, de allí surgieron los estigmas para la grabación definitiva de los recuerdos.

            Aún somos los viejos testigos de aquella lindísima aventura por Canarias, estamos en perfecta cualidad mental y física para transmitir a quienes lo prefieran estas notas de autor con sobrecogimiento y corazón; tuvo sus consecuencias el viaje para fortalecer el sentido estético del paisaje y de las cosas, aprendimos a reflejar la belleza en nuestras retinas y aprendimos a vernos reflejados en la naturaleza como seres inmersos en sus rasgos.

            La última sorpresa vino sobrecargada de gusto, los sentimentales cicerones, a sabiendas de ofrecernos deidades humanas, nos sanaron el cansancio con una cena para privilegiados en un espacio grato. Se encuentra El Tablón de la Canela -al menos allí estaba- en La Caridad, Tacoronte, mismo en las cercanías de aquella vida; un lugar dedicado al buen yantar y mejor beber, allí nos hicieron al placer de la gastronomía canaria con sus sabrosos paladares en vinos y en exquisitas expresiones alimenticias, nos asentaron en el libro de sus honores, comimos como hombres y brindamos con la delicadeza de las mujeres. Algo así debe ser la felicidad -pensamos-.

            Prestos a la marcha, aún con el sabor en las entrañas y las risas en la emoción, aquel señor de etiqueta nos ofreció en una bandeja de plata un libro pequeño, un diccionario de la Lengua Española, cortesía de la casa para comensales distinguidos, ¡qué detalle!.

            A lo largo de todo este tiempo el Diccionario ha formado parte de mi herramienta y al lado izquierdo de mi escritorio permanece intacto y fiel conservando la importancia de una aventura; nada más usado y con más vigencia pulula por mis ratos de pensamientos y escritura.

            Desconocemos los recursos que utiliza el cerebro para mantener a su capricho las imágenes y los momentos que desea destacar y desconocemos si hemos sido nosotros -mi compañera y yo- los culpables de esta custodia pero es cierto que seguimos pensando -de aquel viaje a la dulce tierra de Canarias- que nuestros ojos y nuestro paladar se quedaron allí.



Ramón Llanes

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