DE LA LUZ.
A
punto de escribir se asomó la tarde por la cristalera del salón, invadiendo de
costumbre la estancia y dejando al descubierto nuestra memoria, en un instante
de luz extraña tantas veces vista. Parecía el sol que, a compás de una
melancolía incierta y de una razón golosa, quería deshacer algo o dibujar el
acabado de la pared en un tono ocre cálido a juego con la sorpresa de la hora;
parecía un sol acomplejado o tímido, con lupa de fisgón en la retina, que se
hacía al hogar en la primera entrada. Parecía también una mujer recién llegada,
con chal de luces, tacón de charol y mirada insinuante; se reflejaban ambas en
la trasera de la puerta, -tarde y mujer-, sostenían un halo de azul, prendían
el tiempo y se despertaban.
Las
letras minúsculas del teclado cumplían los pasos y sonaban en un clik armónico
con la música de la tarde que fumigó de luz hasta el desván; la pantalla quiso
competir con la claridad que tarde y mujer estaban dejando en el ámbito, amplió
su diversidad lumínica, se retorció en las palabras, quedó intacta con su haz
blanco, se dejó silenciar por el texto lírico, apareció y desapareció en
centésimas de segundos, miró de soslayo la ventana, se hizo grande desde el
pórtico interior y puso su transparencia inventada en el calidoscopio del
mantel de hilo que tapaba cuidadosamente la mesa.
Mientras
se conmovieron los sentidos por la deleitosa sinceridad del poema duró la
visita. Allí permanecían pendientes a las manos la mujer y la tarde con sus
signos externos de belleza queriendo meterse también en los versos, conspirando
para merecerse y formar parte del alma que el poeta ponía en un cuerpo nuevo;
permanecían con simulación inquietante de protagonismo, con avisos egregios: un
suspiro, una atenuación de la sombra, un pálpito, un movimiento mínimo; el
teclado era un mosaico de emociones que hacía arder el entusiasmo. La
complicidad de los asistentes aumentó la grandeza del poema y de una nada sin
emulsión supo la mujer firmar los versos más bellos que escribieran el teclado
en la inspiración de un instante, cuando se asomara la tarde por la deseosa
cristalera del salón.
Ramón
Llanes. 23.3.2015
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