Siempre sospeché que no me llevarían
chocolate al tanatorio. ¡Malditos desagradecidos!. Allí presumían de afecto y
calentaban una condolencia al uso de agradar mientras los familiares, mis
familiares, se lloraban toda mi ausencia, se tragaban los recuerdos,
palidecían. ¡Oh, qué escena de flores!, coronas y sándalo anunciaban la
resurrección de mi carne, ¡creyeron que había muerto!, cortejaron la sinrazón
de una vida tan corta; el poeta había muerto, pero nadie trajo chocolate a su
lecho, confirmaron mi sospecha. Por venganza, mi última venganza, les negué a
todos la palabra. Ellos me animaban, se estremecían, me contaban recuerdos, me
abrazaban, yo permanecía quieto, con los ojos cerrados y pensando que
necesitaba chocolate.
Al momento de la siesta, eso sí,
respetaron mi costumbre, me dejaron solo, las avispas del tanatorio guardaron
un silencio de respeto, las flores dejaron de oler y la luz se metió en los
rincones de la primavera, de aquel veintinueve de un abril eterno. Me despertó
un niño que llamó a la caja confiado que sería la puerta de entrada a la vida,
me sonrió, le sonreí, me preguntó si estaba triste, le volví a sonreír y corrió
a los brazos de su madre sin dejar de mirarme.
Ellos eran muchos cuando rompieron los
llantos otra vez, antes de la hora de una despedida sin retorno. Nadie reparó
en mi chocolate, nadie recordó cuánto me gusta y en eso que, antes de
subirme a sus hombros, les preparé la
mejor treta de mi imaginación. Me acerqué a una de las flores, la más hermosa,
la acaricié en tono mío, la saqué del enorme florero, me la llevé a los labios
y le puse un beso; ¡sentí el sabor a chocolate que tanto deseaba!. Ellos
enmudecieron sin soportar que saliera de la estancia con mi flor, esgrimiendo
una sonrisa de travieso y otra sonrisa de libertad.
R.llanes.
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