EL NIÑO Y EL MAR
Recuerdo un paso de trenes, la barrera bajada y mi abuelo durmiendo con
la debilidad de sus años en el asiento trasero del coche rojo que nos conducía
al infinito mar tan esperado. Yo llevaba los ojos más abiertos que el día, eran
casi las doce de un trozo de verano, el curso me trajo notas que empujaron a
mis padres a colorearme el mar en los sentidos, promesa a cumplir un sábado de
julio recién marcados doce años en mi agenda, doce años en espera de un sueño.
Subió por magia la barrera, corrí los deseos hacia la última duna que
aún me impedía divisar el horizonte azul tan largo y tan descrito por mi abuelo
tantas veces en tantas noches de invierno. Los ronquidos no desviaban mi
atención del paisaje de pinos que comenzaba a trepar por los costados de la
carretera y la metían en una boca verde inmensa y calmada como cuidando la
tierra de la calentura del sol creándole un nudo de sombras calladas y
expectantes. A este lado la tierra al otro lado el mar, quedaban rectas y
curvas detrás de los esteros a poco más de unos minutos que se me hacían
tristes y dolorosos. Llevaba sangre infantil de doce años, la ilusión de un
preso el día de su salida de la cárcel, el cosquilleo indomable en las manos y
una prisa incapaz de disimular. Ellos hablaban, yo arañaba el espacio, quería
adelantarme al aire con mi ingenuidad de niño, me pensé perseguidor de los
pájaros, solo llegar colmaba aquel momento de mi vida.
El coloso pinar no se acababa, seguía sin saber imaginarme una llanura
de agua, ¡qué extraña sería una llanura de agua, sin árboles, sin montañas!, el
vaivén del tiempo, de mi tiempo atareado me traía más ansiedad, me ahogaba la
incalculada lejanía, huí del miedo al fracaso convencido de mi sorpresa cuando
mis ojos tocaran por primera vez el mar.
Apareció la última duna, me levanté del asiento en señal de un triunfo
impensable, desperté a mi abuelo y le abracé gritando mil palabras, una tras
otra, sin necesitar respuesta.
Recuerdo que enmudecí cuando el mar y yo nos miramos. ¡El mar!, ¡mi
soñado mar!.
Nadie había sido capaz de describirme en doce años aquel misterio
interminable; ¡es más grande, más azul, más poderoso!; nadie mejor que mis
ojos.
R. Llanes
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