RAMÓN LLANES

BLOG DE ARTE Y LITERATURA

martes, 14 de septiembre de 2021

LA HUÍDA

 LA HUÍDA

 

 

         Por aquel entonces Silverio jugaba a ser niño en una familia pobre, cuando la miseria gozaba de todo su esplendor en la casa. Vivían siete hermanos más, la abuela Ildefonsa y el tío Lucas, soltero desde siempre y condenado a seguir siéndolo de por vida, un primo recogido por obligación, dos perros y una gata parturienta. En total, si es que los números sirven en estas ocasiones, se sentaban a diario a la hora de comer trece bocas grandes y muchas e imprevisibles bocas pequeñas.

         La capacidad de ganancia tenía fuente casi exclusiva en el hombre porque el añadido de la pensión de la abuela apenas daba para sus medicinas y caprichos. Los niños no llegaban más allá de los 17, el mayor; y el tío Lucas se dedicaba a la vida contemplativa, o sea, a contemplar cómo trabajaban los demás, pero así estaba consentido y así había que aceptarlo.

         A Silverio no le llenaba aquel entorno, a los demás tampoco, pero éste, de carácter retraído y reservado, pensaba más de la cuenta, veía lo que caía en sus manos y coleccionaba hojas secas. Su madre no admitía de buen agrado tanta abstracción pero callaba sus irónicas correcciones por miedo a la timidez del niño. Los hermanos, en cambio, le valoraban y le obedecían. Silverio era el tercero de los ocho y solo contaba trece años cuando, en una cena de esas de huevo frito para todos, planteó a sus padres su deseo de hacer la maleta (¡qué maleta!), y romper con todo aquello de manera drástica: “o me voy ahora o aquí me muero”, se decía. Y se fue a la mañana siguiente, con más lágrimas que equipaje, en un tren de mercancías, con el dinero justo para la travesía y la comida.

         En sus ensoñaciones de niño pobre no alcanzaba más allá del horizonte seco que los raíles le iban enseñando, un vagón de madera, un destino indefinido y con más ganas de huir que de llegar.

         Cuando atardecía se metieron por la ventanilla los reflejos de la ciudad, con una cortina gris, larga y opaca, sin trazos rotos ni costuras y una espesa bruma impropia de septiembre. Bajó con desinterés y caminó sin rumbo con su hatillo de ilusiones desquebrajadas sin saber lugar ni manos que lo acogieran. Aquella noche la hizo tan prolongada en su pensamiento como incómodo el miedo de las tripas avisando hambre. Algo se llevó a la boca y algo durmió, para eso sirven los parques y jardines en las grandes ciudades.

         Y Silverio desapareció de la existencia, a partir de su llegada.

Ramón Llanes.

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