LA HUÍDA
Por aquel entonces Silverio jugaba a
ser niño en una familia pobre, cuando la miseria gozaba de todo su esplendor en
la casa. Vivían siete hermanos más, la abuela Ildefonsa y el tío Lucas, soltero
desde siempre y condenado a seguir siéndolo de por vida, un primo recogido por
obligación, dos perros y una gata parturienta. En total, si es que los números
sirven en estas ocasiones, se sentaban a diario a la hora de comer trece bocas
grandes y muchas e imprevisibles bocas pequeñas.
La capacidad de ganancia tenía fuente
casi exclusiva en el hombre porque el añadido de la pensión de la abuela apenas
daba para sus medicinas y caprichos. Los niños no llegaban más allá de los 17,
el mayor; y el tío Lucas se dedicaba a la vida contemplativa, o sea, a
contemplar cómo trabajaban los demás, pero así estaba consentido y así había
que aceptarlo.
A Silverio no le llenaba aquel entorno,
a los demás tampoco, pero éste, de carácter retraído y reservado, pensaba más
de la cuenta, veía lo que caía en sus manos y coleccionaba hojas secas. Su
madre no admitía de buen agrado tanta abstracción pero callaba sus irónicas
correcciones por miedo a la timidez del niño. Los hermanos, en cambio, le
valoraban y le obedecían. Silverio era el tercero de los ocho y solo contaba
trece años cuando, en una cena de esas de huevo frito para todos, planteó a sus
padres su deseo de hacer la maleta (¡qué maleta!), y romper con todo aquello de
manera drástica: “o me voy ahora o aquí me muero”, se decía. Y se fue a la
mañana siguiente, con más lágrimas que equipaje, en un tren de mercancías, con
el dinero justo para la travesía y la comida.
En sus ensoñaciones de niño pobre no
alcanzaba más allá del horizonte seco que los raíles le iban enseñando, un
vagón de madera, un destino indefinido y con más ganas de huir que de llegar.
Cuando atardecía se metieron por la
ventanilla los reflejos de la ciudad, con una cortina gris, larga y opaca, sin
trazos rotos ni costuras y una espesa bruma impropia de septiembre. Bajó con
desinterés y caminó sin rumbo con su hatillo de ilusiones desquebrajadas sin
saber lugar ni manos que lo acogieran. Aquella noche la hizo tan prolongada en
su pensamiento como incómodo el miedo de las tripas avisando hambre. Algo se
llevó a la boca y algo durmió, para eso sirven los parques y jardines en las
grandes ciudades.
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