ORDENANDO EL ARMARIO
Los
huecos del armario olían a recuerdos y las ropas tenían el mismo color que los
recuerdos, ese color ambiguo entre ocre y gris plisado, con suficiente perfume
incrustado en la urdimbre hasta hacerlas perfectamente guardadas; las perchas
se mantenían en la inmunidad, siempre se salvaban de las pérdidas, siempre se
apegaban al barrote blanco que las cobijaba y las aguantaba todos los tiempos
necesarios. El armario se fue convirtiendo, con la necesidad, en un cuaderno
con páginas colgadas donde se podía leer la vida.
A
los armarios también les llega su tren de partida para divagar sin rumbo por
las extremidades de los sueños, unas veces con el equipaje a cuestas y otras
-las menos- con lo puesto; desde el armario al infinito solo hay un tramo de
pequeñeces y los viajes parecen siempre los mismos, como si solo se moviera el
pensamiento y nunca la memoria. Ayer, tarde de agosto, diera en casa por
cambiar las arrugas de las mangas y ponerlas al orden izquierdo para que las
camisas gozaran de distinto espacio, teniendo para ello que desocupar sitios,
tirar las prendas en más desuso y refrescar con ellas el pozo de las emociones.
Allí estaba el traje de vivir, cada corbata de andar por las esperanzas, cada
pantalón hecho al molde del cuerpo, cada mancha o retazo de mancha que quedara
como intérprete de las andanzas; allí podían buscarse madrugadas, besos,
canciones, desengaños, amores, signos, el armario es también un murmullo del
pasado con alma quieta.
Al
terminar de colocar de nuevo y de otra manera las cosas del armario se vino a
la punta de la lengua la primera palabra o la penúltima pasión y los hondos
altillos apretujaron otra vez los mismos recuerdos, dando a entender quizá que
los cambios de lugar traen a la evocación la mística del sentimiento y la
consignación de otro orden pero jamás impiden que se borren los estigmas, las
brechas, la resignación y los recuerdos que tan cuidados permanecen con lealtad
en el misterio del armario.
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