La profesora
Son las tres
menos mucho, no llueve, no amanece ni falta que le hace, el solar cárdeno huele
a mina, el agua huele- curiosamente- a luz. Se refleja en la balsa y alisa el
tiempo de la ranura de la tarde. Gusta la mina en temple al observador; es la
recompensa a tanto forzar los ojos, primero en el agujero, en el olor luego,
recompensa sin enredos.
Al otro lado, acá, -digo-, corrige el
último examen la profesora de veinticuatro años que nunca supo de galerías y
aguas del color de la tierra; el tema refiere literatura en ciernes, niños
aprendiendo acentos -curiosamente- sobre la mina tan cercana. Para ella es
nuevo el lugar, vino a sorprenderse de enseñar, vino a soltar cuadernos y
buscar novio o a soltar novio y buscar cuaderno, que a la postre son la misma
cosa, mientras fisgoneaba en sus ratos de ocio los edificios viejos de la
localidad. No encontró centro antiguo ni monumentos importantes ni patrimonios
de renombre, solo era un pequeña pueblo
de Andévalo con un baño de mina en las espaldas desde que se conocen los
tiempos.
Los niños le describieron la tarea
minera, aquella tarde a las tres menos mucho, en metáforas y con gracejo de
valentía, en salsa y en bullicio; los niños sabían de todos los colores
enigmáticos que ensordecían la labor del rebusco del oro y de su grandeza y de
su misterio, nadie alertó aversión ni prisa, la mina estaba fuera y en casa
todos los días del año y todas las noches.
Cuando se fue aquella tarde sucedieron
miles más, por ejemplo, hasta que los niños fueron tan profesores como la chica
de los veinticuatro y se sentaron en su lugar. En una clase sobre la mina, de
la misma localidad sin centro ni patrimonio, el niño de la tarima-ahora
profesor- quiso distinguir su entorno y pidió descripciones de barrenos y sirenas
y vagonetas y trenes cargados de esperanzas.
Curiosamente se cumplió la paradoja más
triste, los niños estaban, jugaban, tenían hambre o ganas de correr, mordían la
paz con los dientes ingenuos, se saciaban de todo, presumían de libertad,
enciclopedias sin abrir, horror por nada, manías por la calle pero se turbaron
por la osadía del profesor al pretender descifrar conocimientos infantiles
sobre la mina cercana. La mar era un espejismo que servía para trabajarla en
todas las jornadas.
Pudo sucumbir el tiempo pero ella se
movía con pasos de agua y precedía los aconteceres tanto como a las tormentas.
Curiosamente no se marchó el reloj ni el vicio de las locomotoras, la profesora
corregía a las tres menos mucho los exámenes mientras decidió entretener sus
pensamientos en la danza sulfúrica del atardecer, aquí en la localidad hallada
a la que vino por pereza y sin inquietudes. Y la mina se le enganchó
tiernamente en la piel y de allí a los adentros y vaya usted a saber si la
profesora volvió a preguntar por edificios antiguos, casco viejo o patrimonio.
Ramón Llanes.
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