EL
DENTISTA.
Ramón
Llanes
Simulaba
leer la revista del corazón de la mesilla de la sala de espera pero
permanecía atento a cualquier desvío del personal y controlaba las
maniobras, por otro lado naturales, que se sucedían en la consulta.
Dos semanas antes se jugó la vida en un sangriento safari en África
trayéndose como recuerdo un “rasguño” de leona y no pocas
heridas en manos y cuerpo, previo pago de una cantidad suculenta como
precio de su puesto en la citada cacería. Sus trofeos siempre se
contaban en prensa por la importancia del personaje, jefe del
departamento equis, del ministerio equis, en contacto directo con el
equis ministro de turno. Pero él gozaba de su ganada fama de
valiente con una pasmosa vanidad. Solo bastaba una simple pregunta
por la cicatriz del pómulo para soltar una rienda de historias con
fusil y machete que dejaban sin aliento a la concurrencia. Larga y
detallada, hasta el más mínimo matiz recobraba una grandiosidad en
sus palabras.
Aquel
día, bien acompañado, doctor eminente, cita para las seis, puntual
y miedoso asomó su curiosidad a los devaneos amorosos de la Obregón
para distraerse del suplicio que le esperaba y ni eso le pudo saciar
las ansias de dolor que trajo a las seis menos veinte a la consulta
del dentista. Repasaría también su dilatada vida de fornido en el
frente de Gandesa, sus misiones secretísimas en combate, su
escondida amante desde los treinta y dos años, su imperturbable
carácter en sus negociaciones con los sindicalistas. Un hombre hecho
al valor, criado en las adversidades y proclive al rechazo de toda
amargura. Eso mismo le había llevado a ocupar el cargo.
Ahora
era distinto, no tenía razón para demostrar valías ni para ganarse
merecimientos ante sus superiores. Eran solo él y un dentista bajito
con bigote y cara de buena persona.La enfermera le invitó
amablemente a entrar y con la misma parsimonia de un condenado a
muerte ocupó el sillón del martirio no sin antes atraer la atención
del doctor fijándose en una lámina que en la pared representaba un
acoso de perros a jabalíes en plena furia de ambos, quizá para dar
a entender su aprecio a la violencia y su indiferencia ante el ritual
que se estaba preparando. Se sentó y lo demás queda en un olvido de
archivo.
Su
próxima aventura africana, cuatro días después del incidente del
dentista, se desarrolló en las mismas condiciones de codicia y
agresividad altamente conocidas en estos menesteres y volvieron a
casa los trofeos conseguidos para poblar más aún las chimeneas del
palacete pero la muela dichosa ocupaba su lugar en la delicada
dentadura doliendo constantemente a placer hasta que al señor equis
del ministerio se le ocurriera perder los miedos frente al dentista.
Ramón
Llanes
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