Hay
en la memoria un extraño pegamento que agarra los hechos con una
inusitada fuerza y los somete a un remolino de aprendizaje hasta
detenerlos en un estado perfecto de pasión para que al recordarlos
produzcan emociones o nuevamente sorpresas. La versatilidad de la
memoria, la conciencia exacta que posee la memoria y la voluntad
inconsciente, le otorgan un rol principal en el contexto de cualquier
vida.
Nuestra
especie se aferra demasiado a la ductilidad de la memoria y le
arranca con mucha frecuencia esos haberes placenteros que ella guarda
en sus neuronas; de la memoria se abusa en tal sentido, somos parte
de un pasado tan escrito que nos resulta imposible desatarnos de el o
desactivarlo. La nostalgia nos beneficia el sentimiento más que los
sueños y claudicamos ante este placer. Hablamos de ayer, olvidamos
lo que haremos, describimos un beso dado y no diseñamos un nuevo
beso; ponemos ataduras al futuro y damos riendas sueltas al pasado.
Algo
se mueve dentro que no controlamos y nos empuja a iniciarnos en esa
aventura de recordar. La psicología en general no es partidaria de
esta costumbre y huye en sus mensajes de aconsejar el apoyo obsesivo
en lo ya ocurrido; el estímulo no vale para ello, es un elemento
fundamental para el proyecto, para la superación personal, pero su
uso solo está prescrito para el aporte imprescindible del valor de
la experiencia.
Convivimos
con la sensación de pertenecer a la memoria a través de vivificados
recuerdos como un patrimonio de la mente, sirviendo no más que para
un deleite. Débil conformidad que es apariencia de un final que se
presenta, desde la nostalgia, cada vez más corto. O algo parecido.
Ramón
Llanes 26.8.2014.
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