EL ENCUENTRO
Ayer
apenas éramos extraños y hoy me produce comodidad haberte conocido.
Aquella circunstancia no buscada y tan casual, aquella tarde a las
seis, aquella plaza con luz, aquellas primeras palabras sobre la
política del sentimiento, tus ojos puestos en todas las cosas, los
compañeros hablando de desencantos, el tiempo, tan dócil; lo
recuerdo como una grata sorpresa, como si me tocara encontrarte, como
si estuvieras allí porque yo llegaría.
Ahora,
cada vez que comprendo tu nombre y escribo tu sonrisa, me secciona la
complacencia del alma una doble sonoridad de música nueva que
impulsa un timón sin destino porque son los espacios quienes acuden
abiertos a la complicidad nuestra, etérea y fértil desde la primera
señal. Ni siquiera llamarle amistad, solo encuentro y tal vez
serendipia afectuosa que vibra desde la primera atención. Sin
conocer de ti más allá del nombre y sabiendo solo de tu físico,
habiendo intercambiado pensamientos y risas, siendo seres de distinta
procedencia, con deberes sociales distintos y con edades desiguales,
nos mantuvimos erectos en el agrado, gustándonos en el trato y
considerando que algo común unía toda la amalgama de distinciones.
Al
cerrar la página de aquella tarde, doblegué el sentido que para
otro asunto tenía y me encaminé, escritura arriba, a dedicarte las
primeras salvas, no huyendo del tiempo ni aclamando las ligerezas de
la segunda emoción, solo derritiendo las sobredosis del mejor
sentido a la conformidad. Nada más de ti he conocido para no
llamarte, como dije, a la esclavitud de la amistad; solo ahí, en
todas las puertas encendidas pero sin limitación de la conciencia,
sin arraigo, sin voluntad; solo el pulso determinando el deseo, las
cosas en sus sitios, los destinos en su crianza y las vidas en sus
loterías. Saber solo tu nombre, no más que conocerte por la
sonrisa, es el trance que guardaré de aquel encuentro de las seis en
la plaza con luz, una tarde de la vida.
Ramón
Llanes. 27.1.2015.
No hay comentarios:
Publicar un comentario