EL PUCHERO
El puchero de madre
tiene todos los sabores agradables de los alimentos y repara las
cicatrices que deja la noche en la estampa del cuerpo y en el
suburbio del alma, así que sin ser una pócima mágica solo
alcanzable por seres de élites, llena de contenido una ansiedad
perecedera y avisa de las calamidades existentes en el alrededor; es
el placer que la naturaleza y madre ponen en las bocas agnósticas a
tanto diseñado arte culinario y concede la fuerza digestiva para
hacer frente a las mil caras que presenta la tarde en días de calor
y en tiempo de truenos.
Cuentan las leyendas más
severas de su poder salvador en épocas de hambruna y de sus
facultades para sobrevivir a las circunstancias adversas de las modas
y las evoluciones en esto de la gastronomía, permanece el puchero en
la ternura caldosa de su impronta casera, acaso la luz semiabierta de
la cocina pendiente del deleite, la mirada siempre insinuante del
gato, la consejería eterna de madre en la silla de al lado, el humo
de padre sofisticando el ambiente, los hermanos inquietos y los
ingredientes de vida haciendo de un cuerpo débil, adormilado y
pusilánime, un hombre de altura creyendo en metas y sueños mientras
es devorado el último hálito de elixir que el espejo del plato
vislumbra en la postrera faz del fondo vacío.
Amar la costumbre
orgánica que los antepasados emitieron como un talón al portador de
longitud infinita, arte de cocina y tiempo, amar hasta dedicarle el
monumento más útil y hacerle un hueco en la asignación como
patrimonio de la más humilde humanidad por haber contribuido a la
felicidad de los pobres en todos los tiempos y haberle ganado el
envite a tanta dificultad. El puchero es la hacienda de madre, la
herencia de madre, el calor de madre para resolver las
insignificantes dudas de la imaginación alimenticia. En su honor se
explican las cosas pequeñas con la grandeza de las palabras.
Ramón Llanes 29 agosto
2015
DIARIODEHUELVA.ES
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