ESA TRISTEZA QUE ENTRA.
Llegaron
las carretas con crujidos de cansancios y cánticos rotos; llegaron los hombres
a ocuparse de la próxima ida; llegaron las mujeres más bellas por el aire de la
marisma; llegó la vida de nuevo a las ciudades que colgaron sus emblemas en una
peregrinación exigida por la historia y animada en cada momento de cada año. El
camino se acabó con el cierre de la última puerta y las tristezas estaban
esperando la llegada prescrita para imponer sus estragos y sus quejas. El Rocío
no termina, perdura como el sentimiento, permanece siempre intacto sin miedo al
cambio de los modos, las normas o las ligerezas; es una manifestación popular
enraizada desde la inmensidad de la fe para muchos y desde el compendio de los
sueños o la diversión, para otros.
Entonar
un adiós mueve siempre un músculo de dolencia, el corazón adquiere un pálpito
ligero cuando la despedida no es deseada. Esa tristeza se engrandece en los
momentos de mayor complacencia y se mete
dentro con ganas de fumigar el orden; cuando el lunes descuelga su telón en la
aldea, el ceño se muestra triste y acciona esa querencia a los recuerdos, esa
sabia manera de recuperar el cordón umbilical con la estancia a base de mirar
hacia abajo y comenzar a hacer las cuentas para el próximo camino. Los ecos de
las últimas palabras aún en las sienes, las miradas encontradas, la posibilidad
de vulneración a todo lo invisible, la capacidad de olvido sobre lo no cercano
y puesto el anhelo en las vivencias con nueva gente, conocida en la fiesta; la
estridencia del tamboril golpeando con afecto la prosa de la memoria. Un
milímetro es suficiente para volverse atrás y reconstruir las creencias en esa
paz fundada en asuntos de tanto regocijo. Ni la guitarra alegra, el sopor
produce acritud en los pies y el andar es un castigo.
Una
vuelta siempre genera otra esperanza, detrás de la longitud de los días se
esconde la prontitud del pensamiento y la ubicuidad de los deseos. No termina
el Rocío ni en el calendario ni en las estaciones ni en los espacios, continúa
vigente, vivo, con la luz propia de su gratificación para retenerlo entre las
más puras pasiones.
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