CALCETINES
A la izquierda del cajón de la mesilla hay un oscuro placer de rebuscos silenciosos, todo parece muerto o perdido en una nada destructible; pasan minutos y días y años y la soledad no se inmuta ni el miedo le inquieta, el trajín está en otros lados de la casa y en otras partes de la alcoba. Cuando la mano solícita toma cuidadosamente la ración de calcetines para la jornada, el ambiente se muestra alegre, pierde su opacidad, se despereza; los bultos toman formas de luz y pierden el color a sombra sostenida. Los calcetines vuelven a la vida, a una vida de abajo, a restregarse por la piel despierta, a calentar las manos de los pies y a preservar de insolencias la humanidad más oportuna del amo.
La tarea requiere movimientos previstos y danza intensa; la calle impone lentitudes y prisas, pisadas y calmas, la calle tiene sus códigos que los calcetines conocen y se adaptan al tedio y a la armonía con toda dignidad. Antes de cerrados los ojos la mordida del tiempo conspirará contra aquello entendido como perverso en tal relato, sin corresponder con la docilidad aparente de los ajenos calcetines a tanta treta. Ellos están en su mundo de complicidad: a no romperse en el trayecto, a permanecer en su altiva humildad y a callar las dudas de dolor durante la querencia.
Salir del cajón de la mesilla pudo ser un débito de la libertad que al amo correspondiera, merced a sus tratos tácitos y a sus atenciones. Luego se verán en el lavado con otras prendas para más amenidad y a la postre regresarán a su hábitat después de dejarse acariciar por la tierna paciencia de la madre y el deber habrá sido menos agónico, salvo que la picadura del uso haya deshilachado las puntas y deje herida y dolor hasta el próximo cosido. Los calcetines observan los modos de las personas con una perspectiva gigante, son ellos los reposaderos del camino y asueto imprescindible para esta supuesta manera de vivir.
Ramón Llanes.
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