HISTORIAS DEL VENTORRO
Había una gaita colgada,
siempre lo recuerdo, una gaita encima de una foto antigua de la virgen, quizá
de finales de cualquier siglo; Alonso lo conservaba todo como lo dejara su
padre y antes su abuelo, el ventorro no tenía nombre, solo un eucalipto grande
en la puerta, un pozo con brocal de laja, un cubo de zinc, unas “estreores” y
un banco de madera de encina, todo eso en una especie de jardíncillo o patio
con horno al lado, luego la entrada, un saloncete misericordioso, unas mesas
con astillas crónicas, poco más de cuatro sillas de enea, un suelo de tierra y
una imagen grande de la Peña con dos velas en una hornacina al fondo a la
derecha; acá, a la izquierda, el mostrador y acaso encima dos gaseosas y una
botella de vino además del aguardiente; eso era el ventorro, pura efigie del
Andévalo profundo, a media legua de la ermita en dirección al sur, hacia los
campos bartolinos ya de menos jaral y de terreno más arenoso.
Por allí era obligado el
paso de los peregrinos y necesaria la parada, nunca faltaría un gallo para las
menudencias del hambre si se terciara echarle humo a la anafe y tueros a la
chimenea; Alonso y Sampedro eran justos los propios para remendar el cansancio
con sustancias de buen agrado y mucha “alicantina” en la mejoranza de la
conversación, para eso estaban allí día y noche, dulcificando la vida y
calmando al tiempo, entretenidos en resolver las emociones que se fueran
produciendo, como dos ermitaños más a medio camino entre El Cerro del Águila y
todo lo demás del horizonte.
Y allí me contó Sampedro
que conoció a Alonso un martes de Peña después de haber cumplido sus ritos
devocionales con la Madre y dirigirse hacia sus lejanías; allí sentó una noche
su disposición, se hizo a la silla y durmió sin dormirse atenta a los cantes de
gente de los alrededores que cubrían de tal manera un caminar que a oración
también pudiera parecerse. Y fue cómo Sampedro se fijó en la ternura de Alonso,
en sus modales y en sus sosiegos y se quiso enamorar de pronto como si lo
hubiera estado buscando en todos los sitios; y hubo de encontrarlo en el
ventorro una noche aun con olores a súplicas y a mayordomos nuevos, a poco más
de media legua del sagrado lugar y que por mor del destino y del amor se quedó
con él en la soledad del suelo de tierra y se hizo a la costumbre de alegrar
peregrinos y vivir en la plena satisfacción de sentirse otra. Y así llevan como
cincuenta o más años, que ni ellos lo saben.
Pasó mucho tiempo y
ahora mismo dudo, mi memoria es deficitaria en algunos recuerdos pero lo de la
imagen de la Peña en la hornacina no me permito olvidarlo.
Ramón Llanes
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