El cansancio
A mitad de la cuesta asoma siempre el primer síntoma de
cansancio y la meta parece infinita; arrecia el aire, las piernas son de trigo,
la mar no se otea, el niño ha perdido su esperanza y se sienta sin mirar las
retamas que punzan a todas partes su amarillo. Pero el niño dijo, ¡vámonos!
antes que todos los demás, o mejor, cuando aún los demás seguíamos cansados
como viejos.
Quedan diez pasos, apenas unos riscos que sortear, los
brezos que se saltan sin esfuerzo y un jaral tintineando su humildad en la
solana. El niño juega a subir y corre más que el viento, los hombres -nosotros,
por más señas-, solo nos preocupamos de respirar creyendo que la supervivencia
es menos que eso. Nadie habla de abrir la mochila, nadie sabe definir ese regio
horizonte que estábamos buscando y que por fin se nos disuelve delante de los
ojos, nadie habla, todos descansamos excepto el valiente niño que apenas llega
a alcanzar los cuatro años.
Ya en la cima deseada, con el cansancio dormido y la piel
abyecta y estirada, la mirada es nuestra gloria. Allí están los campos rojos,
las montañas grises; allá se esconden las migajas de tiempo, los sobresaltos y
la libertad. En eso pensábamos hasta que el niño gritó que tenía hambre y
recurrimos a la mochila, disfrutando de un lugar un poco más cerca del infinito
de cuantos nosotros ocupamos a diario.
El cansancio limitó nuestras fuerzas, nos agujereó los
músculos, nos irritó la sangre y nos apresó el estímulo pero nos parió un
paisaje que siempre habíamos soñado.
RAMÓN LLANES
No hay comentarios:
Publicar un comentario