PITERILLA.
Cualquier
lugar es bueno para una estancia. Mejor es el tiempo con el sitio y
sus aledaños configurando el sentido estético y glotón de la vida
en esta ciudad tranquila y frágil. Es mejor la vivencia que en
lugares de tumultos y ruidos. A pocos pasos encuentras el saludo,
luego la mirada, las gentes que te son conocidas, las caras que se te
arriman en la mañana varias veces y te tropiezan una complicidad de
confianza. El lugar no lo es todo pero es mucho más que un simple
tramo de hileras de pisos y balcones o mucho más que una general
escalinata con enredaderas.
El lugar es
La Piterilla, sembrada de sombras en las luces tempranas y de claros
en la tarde, verdes salteados de tonalidades distintas, rojizo el
temblor de las parejas amantes que se entrenan en los tenderetes de
hojas, listo el olor a bodega, compañeras las tertulias. Es como un
rincón de relojes perdidos incipientes de prisas y locos por volver.
Y una vez pronosticado el precio de su amabilidad en cualquier
estación, los bancos te hacen señas de hospitalidad, te refunfuñan
las idas y te atraen. Hablan de descanso en el transcurrir cotidiano
y consignan los crecientes de una sonrisa al pasar, como gesto de
confidencia.
Piterilla ,
ciega al desequilibrio de la voluntad de más abajo donde los motores
se pegan por llegar primero, renace en un rumbo atrevido de oasis
desafiando a vulgaridades y estorbos. En ladrilletas y blanco, arcos
y barandas, asomos y silencios; en custodia perenne de la egregia
tributación al gris de la sombra, Piterilla, absorbe y descorcha
cultos al paseo y al templete, como madrina del tiempo o manijera de
las botas, algo más que recibir cierta fragancia de manzanilla y
beber en la solapada atención de los pájaros trovos. En misión de
charlas vienen los oradores al templo del lugar, arriba de la cuesta,
antes de la esquina. No trepan cargos ni ansían poderes nuevos
porque atienden por sus nombres propios y sus ademanes siempre
conducen a la amistad. Nadie pierde turno por tardío, nadie se
marcha sin la espera.
Al otro lado
se circunda un dos de mayo que más bien es plaza del Piojíto
convertida en alegoría romana que tampoco le afea. Y al fondo, la
rúbrica onubense de un cabezo de ocre ensimismado en los crespones y
en las dalias de la fantasía, y también en la mar oliendo a río. Y
al otro fondo toda la fanega de trazos de vida y de organigrama de
ciudad, pero allí, la Piterilla, elevada y transcrita de un pasado
de juegos.
En este
recorte de pliego imprentado a la paciencia del lector, las cosas se
vuelven pequeñas por la distancia y el transistor de la letra
intenta sufragar los gastos del espacio, por eso ha traído gráficos
de valor a la página. En ellos, los símbolos de la ciudad que
amamos. Y al otro fondo, con el horizonte de agua pegando en la
vista, el pulso del andar, la tensión subiendo y bajando al ritmo de
los pies, la razón convirtiéndose en loma para alcanzar y los
socios de esta Piterilla internando en una copa toda la locura
admitida de los mejores placeres. Esos de la sombra, la estancia, la
fe de los novios, la enredadera caída, las barandas y los saludos de
las gentes que te conocen. Cosas de la Piterilla.
Ramón Llanes.
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