Crónicas de la Vega Larga
En la paralela del río, en su bajada del norte, cuando llegara a esteros
que parecieran dibujados en el agua, se hacía presente en su izquierda
natural la esbeltez de la Vega Larga que hasta la misma entraña céntrica de la ciudad Onuba se asomara con su recuerdo desbrozado y sus
germinados soles en cabestrillo de la dinámica de la cuenca que marcara
la consigna de continuar hasta las ubres de la mar, allá donde los dos río
-Odiel y Tinto- son un abrazo.
Luego, que la Vega Larga ha seguido respirando la vida húmeda de
su puerto, del olor a marisma y de los condumios de labranza, legumbres y hortalizas, que dieran otro alimento a la marinería en sus vueltas
a tierra. De la bulla inquieta de las mañanas de mercado y vocerío de
pescas y subastas; de la recogida de quienes se quitaran los sueños en la
omnipresencia del tugurio donde se componían amistades entre copas;
de aquel carro que frenara, de aquella bocina que llamara a brega y de
los "monturios" de sal, al frente, como un avispero blanco, observando
con placer y templanza las jugarretas del tiempo.
Desde antes del otero, desde mucho antes de la margen que cuida la
insolencia del río, existe una conspiración egregia y no escrita entre la
fuerza de las aguas que bajan y la prestancia de los cabezos que la dejan
pasar. Complicidad de gigantes, de médanos, de garcillas, de espátulas,
de juncos y jaguarzos que sellan un esplendor de paisaje para embelesar.
Parecería un rumor durmiente de Vega Larga y sus crisoles, que
traerlos sonara a nostalgia y guardarlos fuera olvido pero a nada de ello
es llamada la palabra más que a enriquecer el sonido inequívoco de una
ciudad que se entretiene en vivir, con estos adorables perejiles.
Ramón Llanes. EL CAJÓN DEL SASTRE
13 Junio 2013
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