EL PECADO.
Don Juan José se desvistió
precipitadamente de la casulla roja y sin realizar la genuflexión ante el
altar, como era costumbre en los ritos eclesiásticos, corrió hacia la puerta de
entrada de la nueva iglesia, aún con feligreses en su interior, perdiéndose en el llano tosco
que rodeaba el recinto sagrado donde Mariano intentaba perderse del acecho
intuitivo del cura, sin poder huir más de lo previsto en un niño de ocho años.
Don Juan José tenía unas enormes piernas largas, un cuerpo atlético y, sobre
todo, una desorientada pulcritud que le dió alas en aquella aventura de cazar
al niño una vez terminada la misa de la tarde.
Y Mariano cayó en las manos blancas del
párroco, llevado al confesionario por obligación, ante la sorpresa de las beatas y confesado y perdonado de
todos los pecados que le cabían en su conducta. Tres padrenuestro, el avemaría
de rigor, el arrodillado ante la imagen de la virgen de Fátima y dos lágrimas y
media para despistar fueron la condena católica al pobre niño Mariano, famélico
y travieso más por devoción que por edad.
En la misa de tarde los monaguillos no
cortaban la armonía de sus juegos por la preparación de los corporales o las
vinajeras y seguían ritmo de travesuras,
mientras Don Juan José rezaba en su breviario negro escrupulosamente manoseado
y no reparaba en los entresijos de la sacristía; cuando este llegaba para
iniciar la vestimenta los monaguillos
escondían la risa y el murmullo presentando la cortesía propia del momento,
dado el carácter irascible del cura en las cuestiones del orden y la disciplina
en torno al altar. El templo era lugar de reverencia y adoración a Dios, lugar
sagrado, lugar de silencio, -solía decir-.
Las tardes de mayo, largas y sabrosas
en correrías para los niños, permitían algún desliz de escondite antes de
comer, después de la misa. Para ellos todo era rapidez y desasosiego, querían
salir a la tarde a enfrascarse en ella y acabarla, les importaban poco la
ración mística, los latines y los sermones, estaban allí por prescripción paterna
y había que cumplir el expediente de la forma menos llamativa, que don Juan
José era generoso pero tendente al enfado con mucha facilidad.
Finalizada la misa de aquella tarde de
mayo los monaguillos advirtieron al cura que Mariano comulgó sin confesar.
Pensó Mariano que el pecado era también una continuación de los juegos de la
tarde.
Ramón Llanes.
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