LLUVIA.
Pura parsimonia de llanto,
la lluvia analiza el suelo
y cae sumisa o cruel para anegar o
aliviar,
según el pretexto de osadía.
Y póngase las botas que el cieno
acabará prendiendo los pies en el
charco,
en el laberinto mojado
que conduce a ninguna parte
y a todas, como emisario del agua.
Mientras
llueve se apacigua el frío,
redimiendo
el dolor o acostando el sueño de maldecir,
obviando
la esencia de la mirada.
Lo
más sublime es la lluvia cayendo,
la
posibilidad de estar en ella,
esa
mirada que se lleva agua, que desprende agua,
que
emana, deshiela, corrobora, admite.
La
mirada, el dulzor,
un
espasmo de tiempo
metido
en el alma de la lluvia.
No
es lírico, es real y fortalece;
hágalo,
antes y después de ponerse las botas.
E
incluso alguna vez no abra el paraguas,
lea
las gotas tropezando con el aire, primero,
luego
con la tierra.
Es
irremediable, llueve a tumba abierta
tan
de tarde en tarde que borra la sensibilidad del recuerdo.
No
es posible perderse
el
encanto de un bozarrón de lágrimas
entre
las plisadas marismas,
en
la arboleda serrana,
en
la profundidad del Andévalo,
en
los espejos de las vides. Nunca se lo pierda.
Una
bendición explícita
que
de cuando en vez nos premia
con
estas cosas tan tiernas.
En
el llover nacen el pozo de crear,
la
fuente de beber, el equilibrio.
Hágase
la apuesta de la lluvia,
olvídese
de tornasoles y arcoiris,
peine
el blanco de la tarde con seda de agua,
duerma
en la intemperie del otoño
y
tenga el don de la arrogancia
en
un impulso de vanidad
para
besar la lluvia que regenera el sentimiento.
Ramón Llanes.
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