EL SÍNDROME DEL TREN
Tambores de quejas se oyen en muchos lugares por haber contraído, dicen, la enfermedad del síndrome del tren, de tanta avería, de tanto retraso. Nosotros, los de aquí, tenemos el síndrome de la ausencia del tren desde que nacimos; es verdad que somos menos, quizá muy poquitos pero nunca tuvimos un tren que nos llevara desde nuestro Andévalo hasta la mar o hasta los horizontes desconocidos y también es verdad, lo aseguro, que nunca nos hemos quejado al destino por la falta del tren.
Nos hemos imaginado los trenes pasar por las vías de nuestra esperanza, parar a recogernos, cargar nuestro equipaje y viajar a los mundos con la ilusión en el billete; nos hemos imaginado los paisajes estridentes, las llanuras, los bosques, la paz que se respira en otros valles, hemos imaginado la prosperidad, el desarrollo, la rebelión, los ocasos entre nieves, el volcán encendido, las torres más altas; hemos imaginado una vida de otra forma, con otro color, pero solo hemos sido capaces de imaginar, mientras, -con la calma del tiempo- esperábamos en la estación un tren utópico que nunca llegó a nuestros ojos para servirnos de empuje. Nos faltó el tren y no hemos podido olvidar el trauma de su carencia. Y ahora que otros le invocan se nos viene al corazón su ausencia con el sentido puesto más en el destino que en el andén, más en el alma que en el recuerdo.
Ramón Llanes.
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