JACHAS.
Se presumen fríos,
escarchas y carámbanos en las tierras asustadizas del Andévalo. Es costumbre
quemar maleficios y limpiar el aire, implorar presagios nuevos en invocaciones
de fogatas, como solicitando pureza. El fuego podrá con todo. Se hacen por los
niños las jachas de pelatas y ramajos en una cómplice comunión con la estación
y con la vida. Llega el ocho de diciembre inmaculado y pórtico y el fuego
persiste en la historia como buen acólito de los ritos que precisa la sed de
convivencia.
Canciones
de Navidad reconfortan el paraje pleno de silencios, agolpado de gentío, caras
al fresco de la noche echando candor, hasta los ingenuos. Eran, -antes-, las
viejas con pandereta y almirez, las primeras que asomaban la valentía y luego
la concurrencia asediaba el entorno, con una máscara de mantecados y el anís en
los labios. Las viejas plañían y cantaban a un ritmo neutro que recordaba todas
las fiestas del año y cambiaban sitio cuando el calor de la hoguera levantaba
chispas. Ahora no es distinto, por suerte. Siempre fueron los niños, -ahora
también-, los acopiadores de leña, los arquitectos de la jacha, los inquietos
que obligaban a los mayores. Siempre los niños, cansados o despiertos,
traviesos e intranquilos, quienes nos
metían en la órbita de aquella interna majestad de la tradición.
Aún,
en estos albores de ciencias, los pueblos del Andévalo se pierden una noche de
frío por los sabores plácidos de las esquinas que acogen la imprescindible
advocación a los dioses intrépidos y a los dulces ardientes que se consumen en
las ristras de algarabía de los niños y a la sordidez del templo oscuro de la
noche poco acogedora de diciembre. Son los vicios sabidos que, sin ocultar,
enseña la confabulación con la tierra.
Cuando
los troncos y las pelatas se conviertan en recuerdo de cenizas y el humo último
cierre la página de la jacha, habrá quedado en la conciencia un resquicio de
bondad por el deber cumplido, por contribuir a los sueños relicarios de la naturaleza y también por sentirse el alma más
en consonancia con la época. Un adiós será a los malignos, a la suciedad del
aire, a los renglones torcidos. Y será una bienvenida de fuego a los
advenimientos próximos, al tiempo generoso, a los propósitos de enmienda, a los
cánones de la costumbre, al digno manjar de las felicidades, a las tareas que
sobrevienen con el año, a todas las paciencias que deja el deseo del Andévalo.
Ramón Llanes.
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