MIS JUEVES CON TERESA
Fue a la hora de los lánguidos deseos
cuando nos presentamos cubiertos de esperanzas para iniciar el diario que nos
habíamos prometido. Ella contaría, yo escribiría con rigor sus venganzas y sus
victorias. Todos los jueves; lápiz, cuaderno y la tarde de todos los jueves,
así habría de ser por exigencias del guión pactado.
Mi teoría de la libertad no consentía
confesiones, yo no quería ser confesor de Teresa, tampoco admitiría que me
utilizara para sus desviaciones terapéuticas, tampoco para trazar líneas
abstractas en el cielo colmado de estrellas. La misión quedó dibujada en
nuestra primera conversación: “si te gusta escribir, escribe de mí, los jueves
por la tarde”, y hasta hoy jueves, mitad de noviembre, primera vez.
Yo no sé de qué ansían hablar las
mujeres de cuarenta años en una tarde de jueves, en un paseo lunar por
cualquier orilla de cualquier playa, no lo sé. Ignoro qué especial angustia
enloquece a una mujer hermosa para buscar un silencioso escritor para que
escriba sus credos, sus pasiones y sus mentiras. Teresa llegó con una
esplendorosa mirada de infinitos y un chal rojo; el pelo suelto y aún más
suelta la voz.
Estuvimos treinta y dos jueves llenando
páginas y actualizando recuerdos. A veces me pareció loca, otras veces la creí
diosa, las más de las veces me contaba una historia incierta, que inventaba
para el diario o para ella misma. Teresa hablaba en el mar, no atendía la
insinuación de las olas ni las mías, se refugiaba en su palabra, que era su
único misterio. Pasé momentos de mucho placer y emociones oyendo de Teresa cómo
engrandeció su vida y cómo nunca sucumbió al desánimo.
En la última página del cuaderno
conservo una relación de mis aprendizajes con Teresa; ella desapareció de esta
“imaginería de santificados mártires y dolorosos sinvergüenzas” -era su frase-
una tarde de jueves después de la sesión ordinaria de nuestra entrevista.
A Teresa la he buscado desde entonces en los
andenes, en las soledades, en los miedos, en las insatisfacciones y hasta en el
aire. Teresa dejó de existir en aquella noche de sonrisas, acaso fuera un fantasma creado por mi retorcida mente
como excusa para escribir “un diario de nadie”.
Ramón Llanes.
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