LA PRIMERA SINGLADURA
Navegábamos desde la mar abierta hasta las estribaciones
que la tierra ofrece, guiados por la luz blanca de una lejanía apareciendo un
faro intrépido entre la niebla; antes de la última singladura se nos abrió la
margen izquierda y la mar nos descubrió el estuario buscado donde desembocaban
dos ríos que llenaban de esteros las orillas, con islas y recodos de agua. El
capitán nos alertó de aquel descubrimiento insólito, nos asomamos desde proa al
entorno húmedo, solo el rumor del poco viento, el bullir de las gaviotas y la
ilusión de la llegada nos despertó de la inquieta somnolencia.
Habíamos arribado a la tierra de tartessos y la
pisamos con el máximo respeto, buscando huellas y memorias que de tantas casi
no supimos elegir. El lugar tenía el nombre escrito en el paisaje, las aguas
acariciaban mansas los juncos pardos, las miradas acosaban el cercano horizonte.
Alguien gritó ¡Onuba¡ desde el mástil y todo comenzó a hacerse hasta que decidimos
quedarnos al abrigo de la belleza y de los ríos.
Ramón Llanes
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