LA COMPRA
Una visita al mercado nuevo que se
atestó de compradores desde bien temprano, algunos simulando curiosidad y otros
desabrochándose la prudencia. El bullicio no se consumía con el tránsito y el
público era el espectáculo. Como una obra, un teatro de comedia traído al
escenario menos usual, decoración de frutas, fondo de carnicerías, frescura en
la inercia y vendedores de avío que entonaban una canción de súplica que más
parecía el reclamo de las aves en tiempos de celos. El montaje se perfeccionaba
con las miradas atentas, las colas en los puestos limitaban libertad y la
escena transcurría al hilo de un argumento con el mismo guión de todos los
días.
Emocionalmente la compra no aportaba
estímulos ni quitaba adrenalina, el entusiasmo estaba en la escenificación.
Todo en el sitio real, todo abierto, propicio para la espontaneidad, sin
previsión de un resultado y sin causa ni
reglas. Una obra sin planteamiento, nudo y desenlace pero con toda la ortodoxia
requerida; una obra sin drama ni comedia, sin protagonistas ni aplausos. A
merced de la improvisación pero con la armonía singular de la sorpresa.
Un lenguaje unívoco personado en la
emblemática consistencia de lo cotidiano sonando en tono mayor, perceptible y
grato que parecía la banda sonora de la obra; luces naturales colándose por en
medio de la plaza, un olor fuerte a salud haciendo de perfume del foro, los
actores imaginarios, las los precios, los encuentros, los colores tan
excitantes de las especias, la dulzura de la mañana del sábado; el entorno tan
parecido a la vida, tan perfecto, tan poco solitario y tan seductor.
Endulzados los compradores por la
persistencia del cumplimiento del deseo -por merecer una excusa-, este ágora
medio irreal se hizo leyenda al poco que las puertas del mercado silenciaron la
escena, el director inexistente ordenó bajar la claqueta, la tramoya se
oscureció y la función dio paso a la otra realidad, supuestamente más
imaginada.
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