CALLEJEROS
El único credo del
nómada es la supervivencia, a costa del dolor, la incertidumbre o la vida, un
credo especial que aplasta a estos callejeros que ponen color o música a
nuestra ciudad, entretenida en otro menjunje, en su película cotidiana, en su
identidad, pero ellos se dejan ver en los espejos del tiempo, entre hambre,
desconsuelo o indigencia. Son también azúcar de nuestra sociedad, incluso si le
observamos desde un tono más humano caemos en la cuenta que somos nosotros
mismos conviviendo con otra vestimenta.
Los callejeros
entienden más de ansias que de política, más de miradas que de consumo, más de
sueños que de miedos, más de adivinar cómo es un hombre que se les acerca. Los
callejeros que inundan plazas y semáforos están tan prendidos al sentimiento
que se juegan la tacha por cualquier palabra de afecto. Nosotros mismos otra
vez, con cara de voluntad y con arañazos de tristeza, ellos se nos parecen o
son nuestra prolongación. Siempre enseñan, en idiomas ininteligibles, cómo es
el agradecimiento.
Pongamos por caso que
algo de simbiosis existe en este galimatías donde se enfrentan confort y
desvelo, quizá sea distinta nuestra reacción de mañana al recibir en la
ventanilla del coche el gesto amargo de ese otro yo que nos solicita un compromiso
y sonríe aunque no le atendamos. Minúscula vida.
Ramón Llanes.
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