EL SILENCIO DE LÓPEZ
Nos encontramos, López y yo, en una
estación de trenes, de esas que recogen veinte viajeros por jornada, cuando
apenas habían asomado los primeros reflejos del ...itanto de diciembre, allá
cada cual con la premura de partir; íbamos pocos y en silencio. Ninguno imaginó
el deseo de conversación del otro y, sin apenas un saludo, López guiñó su luz
para los demás y se echó apasionadamente, creo, al libro. Leía a Espronceda. Me
extrañó, López era de ciencias y no habituaba a mear sesera en clásicos; López
era rígido, exacto, lógico, pragmático, justo todo lo contrario que Espronceda.
Los demás pasajeros de este vagón (dos más), nos entreteníamos en el paisaje
recién iluminado de la mañana.
El tren rugía levemente a los raíles en
su ritual sin prisas, los frenos sonaban a un compás de alardes y López
permanecía quieto como si la velocidad no fuera con él, como si hubiera vaciado
su agonía antes de partir. López estaba inmóvil, tosco, sereno, parco en gestos
y en movimientos. Su actitud había impuesto al vagón un halo de serenidad,
nadie se atrevió a pronunciar palabra y ni acaso, sonrisa. La estancia contenía
la severidad de lo trascendente mientras la parsimonia del tren ponía el único
resquicio de sonido.
El final del trayecto hizo que volviéramos
a la realidad. López cerró a Espronceda, el tren amansó su fiereza, los dos
compañeros del vagón trajinaron con bultos y maletas, el día había comenzado a
hervir, la estación también hervía de gentío y todo se convirtió de repente en
un bullicio deseado. Me acerqué a López para despedirme y poco más que “sobran
las palabras”, me dijo.
A López no he vuelto a verlo, el tren
no he vuelto a pisarlo pero aún me traigo a la memoria, en días parecidos, esa
sensación vivida de caminar en busca de destino, en silencio.
Ramón Llanes.
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