DONDE HABITA EL OLVIDO
Se
ha hecho la olvidanza humana aliada de un tiempo devastador y prepotente, acá
por estas tierras con solanas rojas y paredes auríferas, hasta enterrarlas en
la conmiseración de la desidia y la dejadez, hasta decrecerla de orden, -mas
nunca de belleza-, hasta volverla aprensiva o inútil y hasta caerla a la
ingravidez de lo inservible.
Así,
todas las tierras nuestras, aquellas de minas que dieran crema de esplendor y
progreso, aquella tierra de gloriosa magnitud y riqueza, aquella misma, aparece
ahora desnutrida y herida por el tremendo aguijón del olvido. Las estaciones de
los ferrocarriles aparentan más que una soledad de inoperancia; los talleres
son vagos recuerdos de un pasado imposible de adivinar a través de los
residuos; las locomotoras apenas unas pocas se han salvado del descuido; las
cortas están ahogadas por el agua grao que el tiempo ha ido llenando; todo el
paisaje enseña un hálito de desolación incomprensible que hace caer al alma un
polvo de dolor que nadie cura.
Pero
aquí, -donde habita el olvido-, las piedras tienen nombres, las paredes tienen
su historia, los raíles rotos su gloria tienen, las minas inundadas llevan su
vida dentro. El recuerdo es más pretencioso y más solvente que el olvido y
quienes se nublaran de nostalgia y quienes perdieran por allí todos los
sudores, andan avezados a los barruntos que transmiten las entrañas y ni se
pierden un olor, una voz, un suspiro o
acaso un miedo pequeño que desde abajo anuncie tiempo de impulsos. En
eso andan los viejos sabios de los sitios de minas, a pesar de todo.
Ramón Llanes.
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