HISTORIA DE
ORTEGA
Hizo lo
posible por enmendar su plana en un impulso viril después de una
cuarentena de años pensativo como la estatua del silencio y se
erigió en portavoz de sus propios anhelos, en una mañana hortera,
cuando la calle era un hervidero de ausencias y el viento huía como
escapado de sus garras. Corto y perezoso se añadió a una
manifestación en contra del trabajo y volcó su inercia de sueño en
su callada actitud de miedo, otra vez, una vez más, en su desorden
de cuajo y flema y volvió al catre cansado del trote. Ortega quiso
ser bailarín de una corte, bufón en un tanatorio y músico de
campanario pero ninguna de las profesiones le engrasaron con
suficiencia su ansiedad. Ortega quiso tener un barco en su bañera,
un tren en su mesa y un cortijo en su alcoba pero ninguna de tales
pertenencias saciaban su causalidad de existir. Su mundo era
demasiado grande para tan pequeños útiles.
El ser y el
tener se difuminaban por su notable pensamiento neoliberal, semillero
de sus duelos de niñez con el mismísimo futuro, y conspiraban un
sinfín de neutrones despistados en su preclara mente hasta
conseguirle la falacia de sobrevivir de su cuento.
Desde hace
una eternidad se sabe de Ortega lo mínimo. Pudo haber escrito sobre
la inadecuación de posesiones materiales o de la felicidad que
otorga el asentamiento filosófico en el “ser”, o pudo escribir
del desarrollo del ser humano a través de los apoyos constantes en
la colectividad e incluso pudo haber escrito un tratado de cómo
vivir sin desacomodarse, -sin dar golpe-, pero prefirió la inacción.
Su alergia al trasiego de un campo magnético a otro, -léase de la
cama a la mesa-, le insulta en exceso su dignidad como hombre y
permanece en el sillón de la espera soñando un mundo mejor para sus
características, hecho por otros.
Ramón
Llanes.
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