La otra mitad del sueño
Nunca pude contar mi primer viaje en tren, a poco de cumplir los 10 años. Un niño
aún en toda la extensión de la palabra y del concepto, un niño que usaba pantalón corto
y sandalias de goma, sin pensar en otra cosa que no fueran los cromos, las pandorgas y
otros artilugios de juegos propios de la edad, de la costumbre y del ámbito.
Y recuerdo, con total nitidez, un lunes de agosto, en una estación de ferrocarril, con
mi madre y dos de mis hermanos dispuestos a realizar una pequeña aventura por otros
mundos (¡ilusos, la distancia no era mayor de cincuenta kilómetros!), con la idea puesta
en descubrir quizá algo más de bienestar, quizá caras nuevas y gestos nunca observados.
En los niños cualquier prueba es una sorpresa y ya mis ojos estaban necesitando otros
paisajes. Lo hicimos con las condiciones previstas y cumpliendo los horarios. A las
ocho menos cuarto subimos el peldaño-escalerilla del vagón de cola y ganamos allí la
primera ilusión. Hemos cumplido un deseo, nos dijimos. Faltaban muchos, no me
perdería siquiera un detalle del tren, la velocidad, el humo, los campos, la felicidad de
las gentes que viajan y la emoción de mi madre viéndonos disfrutar como mocosos de
aquel sencillo placer lento, cansino, incómodo y mugriento.
Fue sonar por última vez la campana que otorgaba salida y vía libre, echar a
andar aquel inmenso trasto y quedarme dormido con una bendición de alegría y
cara de niño bueno, en el regazo de mi madre, mientras, mis hermanos, imagino, se
obligarían a testificarme lo sucedido después de dar mil vueltas por el estrecho pasillo
del vagón de cola.
Al menos me acompañó un sueño apacible, fabricado en el asiento de rejillas de
madera que se me clavaba en todo el cuerpo necesitando de movimientos continuos y
desperezos para deshacerme del dolor en la espalda. Y soñé que en la siguiente estación
ocupó el lugar en mi vagón un señor alto, de aspecto tranquilo, que llevaba un maletín
negro, que hizo abrir al instante sacando de él un cuaderno y varios lápices de colores
ya muy usados y comenzó a pintarme; al tiempo que trazaba las líneas de mi figura
me hacía preguntas insignificantes sobre mis juegos preferidos. Sin levantar apenas la
cabeza del dibujo me insinuó en voz baja:
– Y ¿qué serás de mayor?.
Muchas veces en los diez años me habían acosado con esta dichosa pregunta que,
a juzgar por la insistencia de los mayores, debía ser importantísima y primordial en la
vida de un niño. Y jamás, a mi edad, tuve la osadía de responderla con tanta convicción
y entusiasmo, debido tal vez a la manera tan agradable de hacérmela.
– Pintor, como usted.
– Yo no soy pintor, solo pinto en mis ratos de ocio y cuando me siento especialmente
inspirado.
No entenderé por qué me salió aquella respuesta tan rápida y tan tajante. Jamás
había pensado en dedicarme a la pintura aunque a decir verdad cada día soñaba
con algo nuevo y había pasado ya por cura, escritor, abogado, constructor, editor o
cantante, pero la pintura no formaba parte de mis debilidades artísticas. Ahora que lo
cuento, ya con la edad notándoseme en los pelos y en las sienes, no me dediqué a la
pintura pero maté mi gusanillo con unos cuadros de paisajes que aún se conservan en
una pared de mi casa.
Este señor me inspiraba una especial confianza, le notaba nobleza y buena
voluntad y a la vez lo suponía muy inteligente. Sus manos eran blancas con algunas
manchas marrón oscuro, sin dar la sensación de estar enfermo. Era correcto en sus
modales, vestía chaqueta azul tipo bohemio, una camisa blanca y una corbata roja
sencilla pero llamativa; le observé un pico de su pañuelo asomando por el bolsillo alto
de la chaqueta, usaba gafas pequeñas para pintar y miraba de reojo la ventanilla como
queriendo inspirarse en la velocidad o el paisaje; por todo esto y por muchos más
detalles me transmitía confianza.
– Pues yo quiero ser pintor.
Me sentí subyugado por su personalidad sin pretender capacitarme para
confesárselo, más bien por respeto.
Mi madre hacía puntos con unas agujas gordas y mis hermanos permanecían
asomados a la ventanilla dando algún que otro grito de sorpresa; mis hermanos eran
menores que yo y gozaban de otras licencias para las travesuras.
Momentos después de haber iniciado la conversación y observarle tan
detenidamente como para aprenderle de pronto su arte y su elegancia, sin soltar el
lápiz negro y tomando las gafas en su mano derecha me miró con fijeza a los ojos hasta
conmoverme y me dijo:
-Te contaré algo. Cuando tuve edad de volar quise hacerlo por mis propios medios
sin solicitar un consejo y más bien animado por la moda de aquel verano; los amigos se
marchaban a las grandes ciudades o al extranjero con un hatillo de ilusiones creyendo
que allá estaba todo hecho y acá todo por hacer. Mi padre frenó mis impulsos de
juventud con la benevolencia que le caracterizaba, sin imposiciones, con la mesura
en las manos y las ganas de ayudarme, en los ojos. La aventura tenía sus riesgos que
yo no captaba y me quedé en casa continuando mis estudios de Historia y Geografía
disfrutando de un hogar y una compañía que me tutelaban la vida. Y finalicé la carrera y
entonces comencé a volar y se me rompieron varias veces las alas y me llegaron días de
desaliento y la gloria tenía un agujero tan pequeño que nadie cabía por él y menos yo.
Guardaba mis lápices de escuela en un armario con polilla que conservaba mi madre
en la parte más baja del doblado y cierto día de colmo de malhumor, desidia y tristeza,
busqué los lápices y pinté en una cartulina negra algo parecido a un mapa de España
con los símbolos que la identifican. Una guitarra llenaba de norte a sur aquel territorio
medio abstracto de mi cuadro. Y me gustó, me gustó tanto que a partir de ese día
pintaba y pintaba con frecuencia, compraba lápices nuevos, acuarelas, óleos, lienzos y
todo lo que tuviera relación con la pintura. Incluso recuerdo que participé en el colegio
en un concurso de poesía (que se me daba bien) e invertí la cuantía del premio en un
estuche de óleos. Y ahora me dedico a la Geografía y vivo de ella pero pinto todas las
noches y aprendo sensibilidad del pincel, del caballete y de los colores aunque aún no
he vendido ni un cuadro, siempre los regalo. Y ¿sabes por qué?, porque cuando mis
padres me llevaron a casa de unos parientes a los 9 años a dar un pésame o algo similar,
uno de mis tíos nos recibió en un desván muy desordenado lleno de enseres de pintura
y mantuvieron la conversación mientras acababa un bodegón de cerezas y al quedarnos
solos en aquella estancia tan misteriosa mi tío, sin apartar la mirada del cuadro, me
preguntó: ¿qué serás de mayor?, y yo no tuve otra respuesta que la tuya, –pintor, como
tú–, le dije; y en ello estoy desde entonces; pero sin vender un cuadro.
–Hemos llegado– insinuó mi madre, y nos bajó a los tres del vagón de cola cogidos
de la mano, al tiempo que se despedía de aquel señor tan amable quien apretando con
sus dedos mi naricilla me entregó en una cartulina negra un dibujo de un niño con los
ojos muy abiertos y cara de sorpresa. Y no tuve que preguntar a mi madre por la otra
mitad del sueño.
Ramón Llanes. Del libro SECUENCIAS DEL MÁS ADENTRO.
19.06.01
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