CALCETINES
A
la izquierda del cajón de la mesilla hay un oscuro placer de
rebuscos silenciosos, todo parece muerto o perdido en una nada
destructible; pasan minutos y días y años y la soledad no se
inmuta ni el miedo le inquieta, el trajín está en otros lados de
la casa y en otras partes de la alcoba. Cuando la mano solícita
toma cuidadosamente la ración de calcetines para la jornada, el
ambiente se muestra alegre, pierde su opacidad, se despereza; los
bultos toman formas de luz y pierden el color a sombra sostenida. Los
calcetines vuelven a la vida, a una vida de abajo, a restregarse por
la piel despierta, a calentar las manos de los pies y a preservar de
insolencias la humanidad más oportuna del amo.
La
tarea requiere movimientos previstos y danza intensa; la calle impone
lentitudes y prisas, pisadas y calmas, la calle tiene sus códigos
que los calcetines conocen y se adaptan al tedio y a la armonía con
toda dignidad. Antes de cerrados los ojos la mordida del tiempo
conspirará contra aquello entendido como perverso en tal relato,
sin corresponder con la docilidad aparente de los ajenos calcetines a
tanta treta. Ellos están en su mundo de complicidad: a no romperse
en el trayecto, a permanecer en su altiva humildad y a callar las
dudas de dolor durante la querencia.
Salir
del cajón de la mesilla pudo ser un débito de la libertad que al
amo correspondiera, merced a sus tratos tácitos y a sus atenciones.
Luego se verán en el lavado con otras prendas para más amenidad y
a la postre regresarán a su hábitat después de dejarse
acariciar por la tierna paciencia de la madre y el deber habrá sido
menos agónico, salvo que la picadura del uso haya deshilachado las
puntas y deje herida y dolor hasta el próximo cosido. Los
calcetines observan los modos de las personas con una perspectiva
gigante, son ellos los reposaderos del camino y asueto imprescindible
para esta supuesta manera de vivir.
Ramón
Llanes. EL CAJÓN DEL SASTRE.
20
Noviembre 2014
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