EL RELOJ
Sonó en la torre como un aullido y
ofreció una a una sus campanadas al aire con la melodía de su constante
inquietud; oyeron los pájaros la música en la solitarias dehesas y en los
colmados del tiempo, desde la nitidez mágica y barroca de aldaba llamadora y
regia. Y así, ocupándose de las estrategias insólitas de los pasos de las
horas, pendiente solo de un presente instantáneo y de una locuaz canción, el
reloj pone marca a la existencia.
Al pasar, los hombres se detienen para
dedicarle una mirada de fidelidad o de rencor, según les fueran las vidas en
inclemencias o según descubrieran sus arcanos guardados en las techumbres del
silencio. El reloj no determina las pausas del viento ni siquiera cree en el
futuro, se limita a medir lo que va pasando frente a sus ojos con solvencia y
tesón, con exactitud. Cuenta, así, las vidas de quienes no la previenen;
distribuye las jornadas, manda levantarse y ordena dormir con la misma
entonación en su voz, con idéntica fe en la necesidad de sus golpes.
No ha inventado el progreso un
analgésico o acaso antídoto relevante contra la impersonal realidad del reloj,
que cubre el mundo y lo entretiene sin importarle la tormenta. Le hemos visto
siempre, sin ansias, sin prisas; olvidado de lo estentóreo, lo banal o lo
sublime; nadie aún le puso precio a su cambio de rumbo, a su retraso o a su
simple golferío. No le vimos descender a la fantasía en un rato de celebración
o colaborar en aliviar una pena, el reloj es la manera menos irritante que
hemos inventado para disciplinarnos en vivir.
Ramón Llanes. 25.7.14
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