EL DULCE ENCANTO DEL RECUERDO
Pasear
o divagar por la nostalgia conduce a un tiempo anterior, ya consumado, desde
donde viramos con cierto placer nuestro timón de vida y desde donde ponemos
ahora la sutilidad en el engranaje que quizá faltó cuando ocurrió. El tiempo
tiene la extraña capacidad de convertir todos los acontecimientos, los envuelve
en un paño especial y nos lo presenta en una nebulosa blanca para que parezcan
un regalo; a nosotros nos altera la memoria y nos desfigura el gesto, nos
traslada al recuerdo de un día de besos o una tarde de risas, nos lleva del
error al amor con idéntica magia, nos sostiene todo el pulso del futuro como si
de una estructura se tratara.
Y recordar se nos hace agradable,
dulcifica el semblante, alegra la corpulencia del espíritu y domina gran parte
de los sentimientos. No existen sentimientos ni proyectos ni voluntad ni odio
ni envidia ni maldad ni provocación ni mentira ni amor, sin recuerdo. Y es sin
embargo la memoria la que, sin inventar, guarda lo genial y lo trágico, quizá
en la misma neurona; quizá si ellos
mismos supieran podrían entenderse en ese interior o quizá lo hagan.
Los niños comienzan a crecer a base de
recuerdos y se van haciendo a la vida con ellos, como muletas de apoyo, como
agarradera para los envites. Los ancianos comienzan a decrecer cuando olvidan
los recuerdos y se les queda un vacío de soledad en la memoria que les impide
proyectar, vivir, amar, sentir. Los animales ejercitan sus recuerdos para la
supervivencia.
En cualquier momento la memoria ordena
desempolvar cosas de la vida y las libera del olvido para generar ahora el
placer de recordarlas, con su enorme carga de sensibilidad y emoción, hasta
crecernos un poco en la vanidad y otro poco en la garantía de sentirnos con
suficientes méritos como para haber merecido la existencia.
Ramón Llanes
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