NUEVO DÍA
Al
pisar la calle, aún con su regusto a noche, me agobia muchas veces la sensación
de saber con seguridad si soy merecedor del nuevo día, de esa inmensa
prominencia de luz que me está enriqueciendo la melodía de vivir; al sentir el
primer hilo de frío en los mentones tengo la costumbre de aliarme con tal
placer, olvidando de cuantos inconvenientes me van a deparar la crecida de los
intereses, el discurso absurdo del político absurdo de turno, el malestar que
veré en las miradas sin miradas de los seres desocupados, la falta de voluntad
incluso en los voluntariosos, la felicidad que no germina en las personas de mi
entorno y las miles de locuras que se suceden a cada paso, como si estas fueran
la más natural manera de comportamiento; pero me olvido del tiempo que me falta
para empezar a olvidar mi memoria y me pongo el traje de nuevo día como si me
colocara el uniforme del paraíso y todo me empezara a girar a mis solas
órdenes.
Son
las primeras horas, aún con la escotilla del pensamiento semicerrada, y se
anuncian desencantos a modo humano; un desalivio por aquí, un malentendido al
uso, un reproche inservible que daña, un sinadiós inesperado, nubes de
desconsuelo que han bajado -sin permiso- hasta interioridades reservadas.
Despropósitos que el nuevo día va sumando a la agenda mecánica del alma y
ordena en los pardos colores del deber.
Y
así, hasta que la tarde se involucra en frescura y aparecen signos positivos- a
costa de no ver el telediario del mediodía- y se convierte, por sí misma, en un
tono menos ácido y más soportable. Los desniveles no acabaron de desequilibrar
el contenido empírico que llevo tan adentro y a estas horas aún respiro sin
cansancio, medito lo que falta por hacer y pongo los pasos prestos a continuar
la jornada.
Acaso
me dé por dedicarme a fortalecerme en la intemperie de la selva que habito,
donde curiosamente no existen enemigos concretos. Hay un significado científico
o causal que me imprime una reflexión sobre la pérdida del adversario y no le
encuentro razón ni fundamento. Me ocurre que todos me parecen mis enemigos y,
en la distancia corta, todos son mis amigos. Y tampoco llego a la conclusión de
saber si es mi obligación buscarme enemigos.
De
vuelta a casa, anocheciendo las fuerzas, intento descongelar el primer pensamiento
del día y me quedo atónito al no tener conciencia exacta sobre si merecí el
nuevo día que la inercia del universo me había ofrecido. Y me sofoco, solo a
medias.
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