Cada vez que huele a fusil asoma la muerte por la última rendija de la vida, es su vicio maldito, su colofón pensado con entretenimientos y verdad; los hombres no huelen, han perdido el olfato de la paz, sucumbieron a la seducción de los credos, ahora son líderes de algo miserable, son inventores de las guerras de otoño que fueron hechas para salvar a la humanidad del sueño que desprendían las sonrisas. Las bestias que incitan al castigo se persignan antes de ordenar al verdugo, son hombres de plomo, pastores divinos desorientados del afecto, son hombres que adoran a dioses impuros y evolucionan con ojos desiguales, con manos tatuadas de asco. Nadie sabe, nadie aprendió a detectar maldades, nadie impide que las guerras sean promocionadas, nadie sabe cuidar el grito famélico que deja el otoño en las crisálidas noches de la presunta vida. Nadie ha reparado en el dolor.
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