EL LOCO DEL TEJADO
Era
como triste, insinuaba dejadez, cantaba por las tardes, se dormía en el tejado.
Parecía hombre entre las luces que le sombreaban la cara, ya no está en el
verdín de la parte norte, su propia historia se le cayó como una grúa en un
terremoto, solo una armónica vieja ha dejado en el recuerdo de quienes nunca le
amaron.
La
pared de enfrente le oía dialogar y aguantaba a sal y pimienta las rutinas del
loco, retahílas y sermones, cuando no encíclicas, homilías y lo que tocara de
pregón o de protesta. Pero antes que a él cayeron el tejado, esa fue la peor
miseria de este relato de un proscrito que jamás tuvo nombre para ser llamado
el loco del tejado y poco más, era su identidad. O su identidad fuera su grito,
su canto desesperado pero sin desesperanza, su clase de declamación.
Allí
no, refieren las crónicas que no allí en el tejado de sus desvaríos sino en la
sucursal del banco de la esquina, dejó un saldo apetecible para sobrinos
inéditos y monjas desconocidas y al loco le brindan con champán y le hacen
misas de ocho y le ríen y rezan para que haya alcanzado la vida eterna; y la
pared de enfrente se mofa de los ritos que después de muerto se otorgan al
loco. Y nada siquiera para quien se le hiciera cómplice en la queja, cuando vio
que le cayeran encima su tejado y enlutara con una lágrima sin pestaña el sol
de la pared de enfrente.
Ramón Llanes
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