LA TRAMPA DE LA IDEOLOGÍA.
Falta por conocer la demostración científica de la ineficacia de las ideologías para el salvamento social y económico de los pueblos. Teorías de alto valor confirman que la salvación -en su amplia consideración terminológica de bienestar- ha de provenir exclusivamente del hombre, sin logos, sin siglas, sin mandamientos; el hombre limpio de analgésicos nocivos y de espasmos y miedos, el hombre gremial y colectivo no adscrito a movimientos de entramado político. Es patente la desviación de aquellos maestros de las ideologías hacia pronunciamientos tasados en sus idearios, de la encarnizada defensa de a cuanto sus normas imponen incluso con llagas evidentes de sinrazón, importando menos el bienestar a conseguir que la implantación de su sistema; lo tiene escrito esta historia reciente en sus ojos, en todo el mundo, en todos los foros, el debate no es beligerante por el resultado sino por la fórmula que ha de emplearse para alcanzarlo. Aquí, en nuestra España, alcanza límites indignos de pujanza.
No nos va bien. Es ilógico el método. Anteponer la ideología -el cómo hacerlo, dónde hacerlo, a quién dedicarlo, con qué presupuesto, etc-, a la realidad del hambre, del desgaste del bienestar, de la falta de inversión, de la nula imaginación para crear recursos nuevos, de la crecida de la pobreza, priorizar todo aquello antes que esto significa entrar en la más absurda de las brutalidades. La clase política pende de sus parámetros marcados, son reglas cuya única finalidad es la posesión del poder, los ciudadanos de su estado o comunidad no forman parte de sus preocupaciones, el poder y la estabilidad personal tienen más notoriedad en sus formaciones que la lucha por las lacras sociales o por las mejorías.
Hemos llegado a una estación término -o nos llevaron- donde es imprescindible pertenecer a un determinado grupo o partido para poder ser atendido de una u otra manera, siendo que si aquel que ostenta el poder nos coincide el trato será mejor que si discrepa. Sucede para encontrar un trabajo, formar el cuerpo de los miembros de un Tribunal, ser recibidos por un cargo público o participar en una manifestación. Todo politizado, todo podrido, ilógico, hasta falaz y burdo. Imaginar que la atención en un hospital, en una escuela, en un viaje, en una residencia de ancianos, en cualquier supermercado o en un teatro, depende de la ideología que cada cual acredite, se mira como un retraso e involución y se califica a la sociedad así como retrógrada, inoperante y corrupta. Y esta sociedad nuestra ahora es así, exactamente así. Un trampa dulce donde la pertenencia al partido crea derechos personales o familiares, a veces hasta hereditarios.
Cuando nos hayamos metido en el último cajón de la vida, minutos antes pensaremos que no hicimos un mundo mejor, que nos engañaron las ideologías y quienes las practicaron. Acaso hoy mismo seamos capaces de admitir que “cualquier tiempo pasado fue mejor”, que hace 30 años estábamos menos preocupados por asuntos feos y casi nuestra prioridad no era la rebeldía; esto ha ido a peor y lo firmaríamos con la más absoluta de las vergüenzas, casi sin llegar a culparnos. El hombre limpio, nacido del útero natural de la vida, creado y criado a la luz de las sombras, este hombre podrá ser quien nos libere del crónico fatalismo de la adoración a las madres ideologías; la calidad de las tareas huye de estas inocuas filosofías baratas que todas, además de parecer buenas, son iguales, todas pretenden el bien común y la custodia al ciudadano y no es verdad.
No estamos en una pista de despegue mejor acondicionada, no tenemos mejores medios para desenvolvernos, no han invertido en nosotros, en nuestra cultura, en nuestros salarios, en nuestras pensiones; no tenemos mejor sistema de educación ni mejores carreteras, ni mejor sanidad; hemos decrecido, somos más pobres, mucho más pobres; no hemos superado la crisis que nos inventaron para hundirnos, no tenemos mejor cara ni mejor peinado, somos sencillamente más viejos y notoriamente más infelices. Pero nos parece lo contrario porque nos crearon una vida de espejismos.
Ramón Llanes.
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