EL PASO DE LAS LUCES.
Mira, América, estaba a punto de ser lunes
en aquel domingo por la tarde que fuera después de un sábado tardío, ya sabes,
la línea opaca del horizonte sin mimbres que llenaba de piedras el paso de las
luces que se iban. Era como estar cercando la sabiduría del placer y llegaron
los focos enfilando los labios, el esplendor de un tiempo de ardores, llenando
los cristales de claridad indeseada. Dije que nos iluminaba la noche, dijiste
que si la luz se volvía, que si la luz se torcía, que si la luz se tornaba, y
oíste que empezaba otra vez la sombra para gemir con pasión. Mira, que se quedó
luego la voz de los besos en un silencio de fronteras, acaso mirando la luz
furtiva que nos pasaba a los ojos la imprudencia.
Y era, resulta, el aviso de la nada, que se
retorcía de envidia por los roquedos del crepúsculo y resolvía su morbo
queriendo desear a quien yacía tras los brazos, erguida mujer en complot con la
vida o con la libertad de tocar todos los placeres o con la calma de sentirse
infinita por un halago que esperaba. No fuera a parecer que a la cima de
santidades, como dicen, llegaras mujer a endemoniar los ocasos sino que, al contrario, todo se temía más noble que nacer,
más inmenso que correr a las alas del olvidado sombrero que dormiría inquieto
con ganas de un respingo. Así, volvió la noche sin caer en su cuenta de vernos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario