SAN BENITO.
Traigo a colación, en este
lunes de mayo, para mi glosario de las emociones, la fiesta de San Benito Abad
de El Cerro de Andévalo. Lo traigo porque hoy es el día grande de la Romería,
porque allá se juntan una serie de actitudes con una memoria de siglos a las
espaldas, siempre haciendo el discurrir de los ritos de igual manera que
antaño.
Se dan
la mano, en San Benito, lo ancestral y lo devocional, lo costumbrista y lo
lírico, la belleza y el arte. Lo de menos son los complementos que la adornan y
lo de más es la conservación de la historia tal como se viene escribiendo desde
tiempos inmemoriales. En aquel marco sobradamente exquisito, en aquella
planicie clara y limpia versan las jamugueras en danzas de folía y poleo, en
lucimiento de trajes de otra época que le dan un carácter singular y único. Lo
de menos es el número de caballos, lo de menos son los atavíos modernos, lo de
menos es la diversión. Reinan los regustos por la tradición, deleites por la estancia, una devoción
inequívocamente armoniosa y una protección enorme a su tesoro para evitar
contaminaciones de otros festejos. Tal como se hiciera siempre, se hace ahora.
Y todo se enmarca en el lindo paraje donde las gentes ejercen su predilección
por el agasajo y la hospitalidad.
Todo
sencillo y todo grande, todo respetando la configuración de los antepasados
como mejor tributo a la costumbre, que allá se hace hasta con la propia vida.
Y aún,
a estas alturas, nos acercamos y nos sorprendemos. Unos porque encuentran esa
parte del siglo XV incrustada en esta época y se respira un aire sabio, otros
porque nunca tuvieron la curiosidad por vivirlo y les parece un descubrimiento
nuevo, pero está allá, ya digo, desde el siglo indicado. San Benito, en El
Cerro, es de esos lugares a los que nos debe obligar la vida acudir alguna vez.
Porque además de todo también es un misterio y merece la pena comprenderlo.
Ramón Llanes
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